Ella se fue con un hombre rico, dejándome solo con nuestras hijas… Y luego la encontré en el supermercado

—¿Por qué lo hiciste, Mariana? —le pregunté con la voz quebrada, mientras sostenía la mano temblorosa de nuestra hija menor en el pasillo de los cereales. Ella no respondió. Bajó la mirada, como si el suelo pudiera tragarla y así evitar el peso de mi dolor.

Nunca imaginé que la vida pudiera cambiar tan brutalmente en tan poco tiempo. Hace apenas un año, éramos una familia como cualquier otra en Ciudad de México: Mariana, yo y nuestras dos hijas, Camila y Renata. Compartíamos desayunos apurados antes del tráfico, peleábamos por tonterías como quién olvidó sacar la basura o por qué la leche siempre se acababa tan rápido. Pero había risas, abrazos y sueños compartidos.

Todo empezó a desmoronarse una tarde lluviosa de septiembre. Mariana llegó tarde, empapada y con una mirada que no reconocí. Esa noche, mientras las niñas dormían, me confesó entre lágrimas que había conocido a alguien más. «No es solo por él, es por mí… Siento que me ahogo aquí», murmuró. Yo no podía entenderlo. ¿Acaso no éramos suficientes? ¿No era suficiente el amor que le teníamos?

Los días siguientes fueron un infierno. Mariana se fue de casa una mañana cualquiera, dejando una nota apresurada y un vacío imposible de llenar. Las niñas preguntaban por su mamá cada noche. Yo inventaba excusas: «Está trabajando mucho», «Volverá pronto». Pero ellas sabían que algo andaba mal. Camila dejó de comer su cereal favorito y Renata empezó a mojar la cama otra vez.

Mi mamá vino desde Puebla para ayudarme. «Hijo, tienes que ser fuerte por tus hijas», me decía mientras preparaba sopa de fideos. Pero yo solo quería encerrarme en el baño y gritar hasta quedarme sin voz. La rabia me carcomía: ¿cómo pudo Mariana elegir a ese tipo? Un empresario de Polanco, con autos lujosos y promesas vacías.

Las cuentas empezaron a acumularse. El alquiler, la escuela de las niñas, los recibos de luz y agua… Todo recaía sobre mis hombros. En el trabajo apenas podía concentrarme; mi jefe me llamó dos veces para advertirme sobre mi bajo rendimiento. «No puedes dejarte caer así, Andrés», me dijo mi amigo Luis en una noche de cervezas baratas en la azotea. «Tus hijas te necesitan más que nunca».

Pero lo peor era enfrentar las miradas de los vecinos. En la tiendita de Don Ernesto, las señoras murmuraban a mis espaldas: «Pobre Andrés, lo dejó por un rico». Me sentía humillado, expuesto, como si todos supieran mis miserias.

Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir. Aprendí a hacer trenzas (mal hechas) para Camila y a preparar hot cakes los domingos para Renata. Empecé a llevarlas al parque los sábados y a leerles cuentos antes de dormir. Poco a poco, las risas volvieron a nuestra casa, aunque el hueco en mi pecho seguía ahí.

Hasta que llegó ese día en el supermercado.

Era un sábado cualquiera. Las niñas correteaban entre los pasillos mientras yo buscaba ofertas en arroz y frijoles. De repente, la vi: Mariana, parada frente al refrigerador de yogures, con un vestido caro y el cabello perfectamente arreglado. A su lado estaba él: alto, bronceado, con una sonrisa falsa y un reloj que costaba más que mi auto.

Mi corazón se detuvo por un segundo. Camila fue la primera en verla. «¡Mamá!», gritó corriendo hacia ella. Mariana se agachó para abrazarla, pero su mirada era nerviosa, casi asustada. Renata se quedó atrás, aferrada a mi pierna.

—Hola, Andrés —dijo Mariana en voz baja—. No esperaba verte aquí.

—Yo tampoco —respondí seco—. ¿Vienes mucho por aquí o solo cuando te acuerdas que tienes hijas?

El tipo intentó intervenir: «No es necesario hacer una escena».

—Esto no es asunto tuyo —le espeté sin mirarlo siquiera.

Mariana me miró con ojos llenos de culpa. —Solo quería verlas…

—¿Verlas? —sentí cómo la rabia me subía por la garganta—. ¿Después de meses sin llamarlas siquiera? ¿Después de dejarlas llorando cada noche?

Camila soltó a su madre y volvió a mi lado. Renata ni siquiera se acercó.

—Lo siento… —susurró Mariana— No sabía cómo regresar…

—Pues ya es tarde —le dije—. Ellas ya aprendieron a vivir sin ti.

El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mariana intentó acariciar el cabello de Renata, pero ella se apartó.

—Vámonos, niñas —dije tomando sus manos—. Tenemos cosas más importantes que hacer.

Salimos del supermercado dejando atrás a Mariana y su nuevo mundo brillante pero vacío.

Esa noche, mientras acostaba a las niñas, Camila me preguntó:

—¿Mamá va a volver algún día?

No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte y le prometí que siempre estaría para ellas.

Los días siguieron su curso. Mariana intentó llamarnos algunas veces, pero las niñas ya no querían hablarle. Yo tampoco tenía fuerzas para escuchar sus excusas o promesas rotas.

Con el tiempo, aprendí a perdonar… no por ella, sino por mí y por mis hijas. Aprendí que la familia no siempre es perfecta ni está completa como uno quisiera, pero se construye todos los días con pequeños actos de amor y valentía.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Qué hace realmente feliz a una persona? ¿El dinero? ¿La comodidad? ¿O será el calor imperfecto pero real de quienes te aman sin condiciones?

A veces la vida te arranca lo que más quieres para enseñarte lo fuerte que puedes llegar a ser.

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o seguirían adelante sin mirar atrás?