Mi esposo pensó que nunca descubriría que enviaba la mitad de su salario a su madre
—¿Por qué no me miras a los ojos, Mauricio? —le pregunté una noche, mientras la luz de la calle apenas iluminaba nuestro pequeño departamento en el centro de Lima. Él fingió buscar algo en su celular, pero yo ya sabía que algo no estaba bien. Desde hacía meses, el dinero no alcanzaba y las cuentas se acumulaban en la mesa, junto a los recibos de la luz y el agua.
Recuerdo el día de nuestra boda como si fuera ayer. Mi mamá lloraba de emoción y mi papá, aunque serio, me apretó la mano con fuerza antes de entregarme a Mauricio. Pero justo cuando íbamos a salir de la iglesia, una paloma cayó muerta a nuestros pies. Todos se quedaron en silencio. Mi tía Rosa murmuró que era una mala señal. Yo reí nerviosa y le dije a Mauricio: “Nada puede salir mal si estamos juntos”. Él me besó la frente y seguimos adelante, ignorando el presagio.
Los primeros años fueron dulces, aunque humildes. Mauricio trabajaba como contador en una empresa de exportaciones y yo daba clases particulares de matemáticas a los chicos del barrio. Soñábamos con comprar una casita en San Juan de Lurigancho y tener dos hijos. Pero poco a poco, noté que Mauricio llegaba más cansado, más callado. Y el dinero… simplemente desaparecía.
—¿Te han bajado el sueldo? —le pregunté una noche, mientras cenábamos arroz con huevo porque no alcanzaba para carne.
—No, amor. Es que han salido unos gastos imprevistos —me respondió sin mirarme.
No insistí. En mi familia siempre me enseñaron a confiar en el esposo, a no hacer preguntas incómodas. Pero la duda empezó a crecer como una sombra en mi pecho.
Un día, mientras limpiaba la casa, encontré un recibo del banco entre sus camisas. Decía: “Transferencia: S/ 1,200 – Destinatario: Rosa María Quispe”. Mi suegra. Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿Por qué Mauricio le mandaba tanto dinero a su mamá? ¿Y por qué nunca me lo había dicho?
Esa noche lo enfrenté:
—¿Por qué le mandas plata a tu mamá? —le solté sin rodeos.
Mauricio se quedó helado. Bajó la cabeza y murmuró:
—Ella me lo pidió… Dice que lo necesita para sus medicinas y para ayudar a mis hermanos.
—¿Y nosotros? ¿No somos tu familia también? —le grité, sintiendo cómo se rompía algo dentro de mí.
Mauricio no supo qué decir. Me contó que desde que su papá murió, su mamá siempre había dependido de él. Que sus hermanos menores no conseguían trabajo fijo y que ella se sentía sola y enferma. Pero nunca pensó en hablarlo conmigo. Simplemente decidió enviarle la mitad de su sueldo cada mes, aunque eso significara que nosotros viviéramos al límite.
La rabia me consumía. No era solo el dinero; era la traición, el secreto, el sentirme invisible en mi propio matrimonio. Empecé a desconfiar de todo: de sus llamadas nocturnas, de sus salidas los domingos para “ver a un amigo”, incluso de los abrazos que antes me daban consuelo.
Mi mamá vino a visitarme una tarde y me encontró llorando en la cocina.
—Hija, ¿qué pasa?
Le conté todo entre sollozos. Ella suspiró y me abrazó fuerte.
—En esta vida, uno tiene que aprender a poner límites, incluso con la familia. No puedes cargar con todos los problemas del mundo —me dijo.
Pero yo no sabía cómo hacerlo. Si le pedía a Mauricio que dejara de ayudar a su madre, ¿no sería yo una mala esposa? ¿Una mala nuera? En nuestro barrio, todos decían que una buena mujer apoya a su esposo en todo… pero ¿y si ese todo te destruye?
Las peleas se volvieron rutina. Mauricio llegaba tarde y evitaba mirarme. Yo empecé a guardar mi propio dinero, dando más clases particulares y vendiendo postres los fines de semana. Sentía que cada día nos alejábamos más.
Un domingo, fui a visitar a mi suegra sin avisar. Quería entender por qué necesitaba tanto dinero. Rosa María me recibió con una sonrisa forzada.
—Ay, hijita, qué sorpresa…
La casa estaba impecable y había comida suficiente en la mesa. Sus hijos menores jugaban videojuegos en la sala.
—¿Cómo está de salud? —le pregunté.
—Bien… un poco cansada nomás —respondió, evitando mi mirada.
Me fui con el corazón apretado. No era justo. Nosotros apenas teníamos para comer y aquí no faltaba nada.
Esa noche enfrenté a Mauricio por última vez:
—No puedo seguir así. Si quieres seguir manteniendo a tu mamá y tus hermanos, hazlo… pero yo no voy a sacrificar mi vida ni mis sueños por ellos.
Mauricio lloró por primera vez desde que lo conocía. Me pidió perdón entre sollozos y prometió cambiar. Pero algo dentro de mí ya se había roto.
Decidí separarme por un tiempo. Me mudé con mis padres y seguí trabajando duro para ahorrar y empezar de nuevo. Fue doloroso ver cómo nuestro sueño se desmoronaba, pero también sentí alivio al recuperar mi libertad y mi dignidad.
Con el tiempo, Mauricio entendió que debía poner límites a su familia y buscar ayuda profesional para sanar viejas heridas. Nos vimos varias veces después; hablamos mucho, lloramos más aún. No sé si algún día volveremos a estar juntos como antes, pero ahora sé quién soy y lo que valgo.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en Latinoamérica viven atrapadas entre el deber familiar y sus propios sueños? ¿Cuándo aprenderemos a decir basta sin sentirnos culpables?