Carta a mi padrastro: El hombre que eligió quedarse
—¿Por qué no vino otra vez? —pregunté, apretando el cuaderno contra mi pecho, mientras veía por la ventana el taxi que se alejaba sin detenerse frente a mi casa. Mi mamá, con los ojos cansados y la voz temblorosa, solo pudo abrazarme. Tenía nueve años y era el tercer cumpleaños que mi papá biológico olvidaba. En ese momento, juré no volver a esperarlo.
Pasaron los años y la ausencia de mi papá se volvió rutina. En la escuela, cuando preguntaban por él, yo respondía con evasivas. «Está trabajando lejos», mentía. Pero la verdad era que se había ido con otra familia en Cali y apenas llamaba en Navidad. Mi mamá hacía lo imposible para que no me faltara nada, pero el hueco en el pecho seguía ahí, creciendo como una sombra.
Fue entonces cuando apareció Julián. Lo conocí una tarde lluviosa en Medellín, cuando mi mamá lo invitó a cenar. Él llegó con una sonrisa tímida y una caja de buñuelos. Recuerdo que pensé: «Otro más que viene y se va». Pero Julián no se fue. Se quedó. Me ayudaba con las tareas de matemáticas, me llevaba a los partidos de fútbol del barrio y hasta aprendió a hacer arepas conmigo los domingos.
Al principio, yo era fría. No quería encariñarme ni darle la oportunidad de herirme como lo hizo mi papá. Una noche, después de una discusión porque no quería cenar con ellos, Julián se sentó a mi lado en el balcón y me dijo:
—Mariana, yo sé que no soy tu papá. No quiero reemplazarlo. Solo quiero estar aquí si tú me dejas.
No respondí. Pero esa noche lloré en silencio, porque por primera vez sentí que alguien realmente quería quedarse.
Los años pasaron y Julián se volvió parte de nuestra familia. Me acompañó al colegio cuando me eligieron para leer el discurso de graduación; fue quien me enseñó a montar bicicleta y quien me consoló cuando reprobé química en décimo grado. Pero siempre había una barrera invisible: yo no podía llamarlo «papá». Sentía que traicionaba a mi verdadero padre, aunque él nunca estuviera.
Un día, cuando cumplí diecisiete años, recibí una llamada inesperada. Era mi papá biológico. Quería verme porque venía de visita a Medellín. Mi corazón latía rápido; una mezcla de emoción y rabia me invadía. Le conté a mi mamá y ella solo suspiró:
—Haz lo que sientas correcto, hija.
Julián escuchó la conversación desde la cocina. No dijo nada, pero esa noche lo vi sentado solo en la sala, mirando una foto mía de niña.
El encuentro con mi papá fue incómodo. Me llevó a comer empanadas en el centro y me preguntó por mis notas, por mis amigos, por Julián. Yo respondía con monosílabos. Al despedirse, me abrazó fuerte y me dijo:
—Perdóname por no estar.
No supe qué decirle. Caminé a casa sintiendo un vacío aún más grande que antes.
Esa noche, encontré a Julián en la cocina preparando chocolate caliente. Me senté frente a él y le pregunté:
—¿Por qué sigues aquí? ¿Por qué te quedaste si yo nunca te he llamado papá?
Julián sonrió triste y me respondió:
—Porque te quiero como si fueras mi hija. No necesito un título para eso.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas. Por primera vez entendí que ser padre no es cuestión de sangre, sino de presencia.
El tiempo siguió su curso. Ingresé a la universidad y Julián fue quien me ayudó a mudarme al pequeño apartamento cerca del campus. Cuando tuve miedo de no encajar o de fracasar, era su voz la que me animaba:
—Mariana, vos podés con todo esto y más.
Hoy escribo esta carta desde ese mismo apartamento, mientras escucho la lluvia golpear las ventanas de Medellín. Julián está en casa con mi mamá, seguro viendo algún partido del Nacional o arreglando la vieja cafetera que nunca funciona bien.
Quiero decirte gracias, Julián. Gracias por elegir quedarte cuando nadie más lo hizo. Por enseñarme que el amor se construye día a día, con paciencia y ternura. Por ser el hombre que me mostró que las familias no siempre son perfectas ni completas, pero pueden ser suficientes si hay amor.
A veces me pregunto si algún día podré decirte «papá» sin sentir culpa o miedo. Pero hoy sé que no importa cómo te llame: sos mi familia, sos mi ejemplo y sos el hombre que eligió quedarse cuando más lo necesitaba.
¿Será que algún día podremos sanar del todo las heridas del abandono? ¿Cuántos niños en nuestro país esperan todavía que alguien decida quedarse? Los leo.