El último invierno en la granja de Don Ernesto

—¡Papá, no podemos seguir así!— gritó Camila desde la puerta, con los ojos llenos de lágrimas y las manos apretadas en puños. Yo estaba sentado en la mesa de madera, mirando el cuaderno donde anotaba cada huevo que ponían las gallinas, cada litro de leche que daban las vacas. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de zinc como si quisiera arrancarlo de cuajo.

No respondí. ¿Qué podía decirle? Tenía razón. La despensa estaba casi vacía, la deuda con el banco crecía como la maleza en los potreros y los animales, mis pobres animales, apenas comían lo suficiente para sobrevivir. Pero esta tierra… esta tierra era todo lo que tenía. Todo lo que era.

Me llamo Ernesto Soto. Nací y crecí aquí, en este rincón perdido del sur de Chile, donde el viento corta la cara y el barro se pega a las botas hasta el alma. Mi padre me enseñó a arar la tierra, a cuidar las vacas, a escuchar el canto del gallo como si fuera un reloj sagrado. Cuando él murió, me dejó la casa vieja, dos vacas flacas, tres cabras tercas y un puñado de gallinas que cacareaban más de lo que ponían. Y una deuda con el banco que parecía no tener fin.

—¡Véndela, papá!— insistió Camila, su voz quebrada por la rabia y el miedo—. ¡Véndela antes que nos la quiten! Podemos irnos a Osorno, buscar trabajo…

La miré. Mi hija, mi niña. Había dejado la universidad para ayudarme cuando mamá enfermó. Ahora cargaba con mi fracaso como si fuera suyo. ¿Cómo explicarle que vender la tierra era como arrancarme el corazón?

—No es tan fácil, hija— murmuré—. Esta tierra…

—¡¿Y qué importa la tierra si no tenemos qué comer?!

El silencio cayó entre nosotros como una losa. Afuera, las cabras balaban pidiendo comida. Me levanté despacio y salí al patio embarrado. El olor a estiércol y lluvia me recibió como un viejo amigo. Me acerqué al corral y acaricié a Margarita, la vaca más vieja.

—¿Qué vamos a hacer, vieja?— susurré.

Esa noche no dormí. Escuché a Camila llorar en su pieza y sentí una rabia sorda contra el mundo: contra los bancos que nos exprimen, contra los precios que bajan cada año, contra los políticos que prometen ayuda y nunca llegan. Pero sobre todo, contra mí mismo por no haber podido darle una vida mejor a mi hija.

Al amanecer, fui al galpón a revisar los sacos de maíz. Quedaba poco. Las gallinas picoteaban desesperadas entre las piedras. Pensé en vender una vaca o las cabras, pero ¿quién compra animales flacos en invierno? Además, cada uno era parte de mi historia.

A media mañana llegó Don Lucho, el vecino. Traía su camioneta vieja y una bolsa de pan casero.

—¿Cómo va la cosa, Ernesto?— preguntó mientras me daba un apretón de manos.

—Mal, compadre. No sé cuánto más aguanto.

Don Lucho se sentó conmigo bajo el alero.

—Mira, yo también estuve así hace unos años. Pensé en vender todo e irme a Santiago… pero después uno se da cuenta que la ciudad no es para nosotros. Aquí uno es pobre, sí, pero libre.

Lo miré con amargura.

—¿Libre? ¿Con el banco respirándome en la nuca?

Don Lucho suspiró.

—No te voy a mentir: es duro. Pero si vendes ahora te vas a arrepentir toda la vida. La tierra es lo único que no se fabrica más.

Esa tarde llegó una carta del banco: tenía treinta días para pagar o perdería todo. Camila me miró con ojos rojos de tanto llorar.

—Papá…

No pude más. Me quebré frente a ella por primera vez en mi vida.

—Perdóname, hija… Perdóname por no poder darte nada mejor…

Ella me abrazó fuerte.

—No quiero nada mejor si no es contigo.

Esa noche decidimos intentarlo una vez más. Vendimos lo poco que teníamos de valor: el anillo de bodas de mamá (me dolió hasta los huesos), una radio vieja y unas herramientas oxidadas. Con eso compramos semillas y algo de alimento para los animales.

Los días siguientes fueron una lucha constante: sembrar bajo la lluvia helada, arreglar cercos caídos, buscar leña en el bosque para no morirnos de frío. Camila cocinaba pan con lo poco que había y yo ordeñaba las vacas aunque dieran apenas un chorrito de leche.

Una mañana llegó una camioneta blanca al portón. Era un hombre trajeado del banco.

—Don Ernesto Soto? Vengo por el tema del crédito…

Sentí que se me caía el mundo encima.

—Mire, señor… No tengo cómo pagarle ahora… Pero si me da tiempo hasta la cosecha…

El hombre me miró con indiferencia.

—Son las reglas, don Ernesto. Si no paga en treinta días…

Me temblaron las manos de rabia e impotencia.

Esa noche Camila me encontró sentado junto al fuego apagado.

—Papá… ¿Y si hacemos mermeladas con las moras del cerco? O queso fresco con lo poco de leche… Podemos vender en la feria de Río Bueno…

La miré sorprendido. Era una locura… pero ¿qué otra opción teníamos?

Durante semanas trabajamos sin descanso: recogimos moras hasta dejar las manos moradas y llenas de espinas; Camila aprendió a hacer queso viendo videos en el celular prestado del vecino; yo arreglé una carretilla vieja para llevar todo al pueblo.

El primer sábado fuimos a la feria. Nadie nos conocía; algunos se reían de nuestros frascos torcidos y quesos desparejos. Pero una señora compró dos mermeladas “para probar”. Luego otra persona pidió queso “para el mate”. Al final del día habíamos vendido casi todo.

No era mucho dinero, pero era esperanza.

Repetimos la hazaña cada semana. Poco a poco nos hicimos conocidos; algunos vecinos nos trajeron frascos vacíos para reciclar; otros nos ofrecieron trueque por huevos o pan casero.

El día antes del plazo final fui al banco con Camila y una bolsa llena de billetes arrugados y monedas sueltas. El hombre trajeado nos miró con desprecio pero aceptó el pago parcial y nos dio tres meses más para completar la deuda.

Salimos del banco abrazados bajo la lluvia fina del sur chileno. No habíamos ganado la guerra, pero sí una batalla importante.

Hoy escribo esto sentado junto al fuego encendido, escuchando a Camila reír mientras amasa pan y las gallinas cacarean afuera esperando su maíz. La deuda sigue ahí; el trabajo nunca termina; pero aprendí que mientras haya amor y ganas de luchar, siempre hay esperanza.

¿Vale la pena seguir peleando por un pedazo de tierra cuando todo parece perdido? ¿O será que uno pertenece más a la tierra que ella a uno? Los leo…