La Casa de la Abuela: Herencia, Sangre y Silencio

—¡No puedes hacerme esto, mamá! ¡Esa casa es mía!—grité, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro. Mi madre, Patricia, ni siquiera me miró a los ojos. Estaba sentada en la vieja mesa de la cocina, con las manos entrelazadas y la mirada perdida en la ventana, como si el mundo allá afuera fuera más importante que su propia hija.

José, mi medio hermano, se apoyó en el marco de la puerta con esa sonrisa arrogante que siempre le vi desde niño. Tenía diecisiete años, pero hablaba como si ya hubiera vivido mil vidas. —Mamá tiene razón, Mariana. Tú ya tienes tu vida hecha en Buenos Aires. ¿Para qué quieres una casa en Corrientes?—

Sentí que el aire se me escapaba. La casa de la abuela era mucho más que ladrillos y tejas viejas. Era el único lugar donde alguna vez sentí que pertenecía. Mi abuela Lucía me crió cuando papá murió y mamá se volvió a casar con ese hombre frío, Ernesto. Cuando mamá tuvo a José, todo cambió. Yo pasé a ser un estorbo, una sombra en los rincones de la casa.

La abuela siempre me decía: “Esta casa será tuya, Marianita. Aquí nadie te va a echar nunca”. Pero ahora, después de su muerte, todo lo que me quedaba era una promesa escrita en un testamento que nadie quería respetar.

—No es justo—susurré, más para mí que para ellos.

Mamá suspiró y finalmente me miró. —La vida no es justa, Mariana. José necesita un hogar. Tú tienes tu departamento y tu trabajo en la ciudad. No seas egoísta.

Egoísta. Esa palabra me taladró el pecho. ¿Acaso no era egoísta quitarme lo único que era mío? ¿No era egoísta borrar a papá y a la abuela de la historia solo porque ahora había una nueva familia?

Salí de la casa temblando, con las lágrimas corriéndome por las mejillas. Caminé hasta la plaza del pueblo y me senté en el banco donde solía esperar a la abuela cuando iba al mercado. El sol caía fuerte sobre los árboles y los chicos jugaban a la pelota como si nada malo pudiera pasar en el mundo.

Saqué el testamento del bolso y lo leí por décima vez. “A mi nieta Mariana le dejo mi casa en Corrientes, para que siempre tenga un lugar donde volver”. Era claro. Pero en este país, los papeles a veces valen menos que las palabras dichas en voz baja entre cuatro paredes.

Esa noche dormí en la pensión de doña Rosa, una vecina de toda la vida. Me preparó un mate y escuchó mi historia sin interrumpir.

—Mirá, nena—dijo al fin—, las familias son así. Cuando hay plata o propiedades de por medio, todos muestran la peor cara. Pero vos tenés tus derechos. No te dejes pisotear.

Sus palabras me dieron fuerzas. Al día siguiente fui al juzgado del pueblo con el testamento en mano. El escribano, don Ricardo, me recibió con una sonrisa cansada.

—Mariana, sé lo que estás pasando. Pero tu madre ya vino con José hace unos días. Dijeron que vos habías renunciado a la casa.

Sentí un frío recorrerme la espalda.

—¡Eso es mentira!—exclamé—Jamás renunciaría a lo único que me queda de mi familia.

Don Ricardo asintió con gravedad.

—Entonces hay que pelearlo legalmente. Pero te advierto: estas cosas pueden tardar años.

Salí del juzgado con una mezcla de esperanza y miedo. ¿Años? ¿Cuánto tiempo más iba a tener que luchar para que se reconociera algo tan simple como mi derecho?

Esa tarde volví a la casa para hablar con José cara a cara. Lo encontré en el patio, regando las plantas como si ya fuera el dueño absoluto.

—¿Por qué lo haces?—le pregunté sin rodeos—Sabes que esa casa es mía.

José dejó la manguera y me miró con una mezcla de lástima y desafío.

—Porque puedo, Mariana. Porque mamá me apoya y porque vos nunca fuiste parte de esta familia después de que papá murió. Siempre estuviste lejos, siempre fuiste diferente.

Me dolió más de lo que esperaba. ¿Era verdad? ¿Había estado tan ocupada sobreviviendo en Buenos Aires que me olvidé de pelear por mi lugar aquí?

Esa noche soñé con la abuela Lucía. Me abrazaba fuerte y me decía: “No te rindas, Marianita. La sangre no se olvida”.

Los días pasaron entre abogados, llamadas telefónicas y miradas hostiles de mi madre cada vez que cruzábamos palabra en el pueblo. La gente murmuraba en las esquinas: “Ahí va Mariana, peleando por una casa vieja”. Pero para mí no era solo una casa; era mi historia, mi identidad.

Un día recibí una llamada inesperada de Ernesto, mi padrastro. Nunca habíamos tenido una relación cercana; él siempre fue distante conmigo.

—Mariana—dijo con voz grave—, tu madre está enferma. No quiero que esto termine mal entre ustedes.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Ahora querían reconciliación? ¿Ahora que todo estaba perdido?

Fui al hospital a verla. Mamá estaba pálida y débil, pero sus ojos seguían siendo duros como el granito.

—¿Por qué nunca me defendiste?—le pregunté entre lágrimas—¿Por qué siempre fue José primero?

Ella cerró los ojos y suspiró.

—Porque tenía miedo de perderlo todo otra vez. Cuando tu padre murió sentí que el mundo se acababa. Con José intenté empezar de nuevo… pero nunca supe cómo amarlos igual a los dos.

Lloré junto a su cama hasta quedarme dormida.

El tiempo pasó y la batalla legal siguió su curso lento y doloroso. José seguía viviendo en la casa, pero yo no dejaba de pelear. Algunos días sentía ganas de rendirme; otros días recordaba las palabras de doña Rosa y de la abuela Lucía.

Un año después recibí la noticia: el juez falló a mi favor. La casa era mía legalmente. Pero cuando fui a verla, encontré las paredes vacías y frías; José se había ido sin despedirse, llevándose consigo los últimos restos de nuestra infancia compartida.

Me senté en el suelo del living y lloré por todo lo perdido: por papá, por la abuela, por mamá… por mí misma.

A veces me pregunto si valió la pena pelear tanto por algo material cuando lo verdaderamente importante —el amor familiar— se había roto hacía mucho tiempo.

¿De qué sirve ganar una casa si al final uno termina solo entre sus paredes? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?