Las Grietas Invisibles: Un Corazón Entre el Amor y el Remordimiento
—¿Por qué no puedes llegar a tiempo, Alejandro? —le grité al teléfono, conteniendo las lágrimas mientras mi hija Valeria me miraba desde la puerta con sus grandes ojos oscuros llenos de preguntas. Era viernes por la tarde y, como cada semana, él debía recoger a los niños. Pero otra vez, otra vez, me quedaba sola con la promesa rota y el corazón apretado.
Mi nombre es Mariana Torres. Nací en un barrio popular de Medellín, donde las casas se apretujan unas contra otras y los vecinos conocen hasta el más mínimo suspiro de tu vida. Crecí entre el bullicio de la calle, los gritos de mi madre y la risa de mis hermanos. Soñaba con una familia distinta, una donde el amor no doliera tanto.
Conocí a Alejandro en la universidad. Era carismático, lleno de sueños y promesas. Me enamoré de su risa fácil y su manera de mirar el mundo como si todo fuera posible. Nos casamos jóvenes, demasiado jóvenes quizá, pero convencidos de que juntos podríamos con todo. Tuvimos dos hijos: Valeria y Tomás. Por un tiempo, fuimos felices. O eso creía yo.
La rutina, las cuentas sin pagar, los trabajos mal pagados y las discusiones nocturnas fueron abriendo grietas invisibles entre nosotros. Grietas que nadie veía pero que yo sentía cada vez que Alejandro llegaba tarde o evitaba mirarme a los ojos. Hasta que un día, después de una pelea absurda por el dinero del arriendo, él simplemente se fue.
—No puedo más, Mariana —me dijo con voz cansada—. Esto nos está matando a los dos.
Me quedé sola en el apartamento con dos niños pequeños y una montaña de deudas. Al principio, creí que podríamos ser padres responsables, que podríamos dejar a un lado el rencor por el bien de Valeria y Tomás. Pero la realidad fue otra.
Los fines de semana se convirtieron en una ruleta rusa emocional. A veces Alejandro llegaba puntual, traía regalos y sonrisas forzadas. Otras veces no aparecía y ni siquiera llamaba para avisar. Yo tenía que inventar excusas para los niños: «Papá está trabajando», «Papá tuvo un problema con el carro». Mentiras piadosas que me quemaban la lengua.
Las noches eran las peores. Cuando los niños dormían, yo me sentaba en la cocina con una taza de café frío y repasaba una y otra vez las decisiones que nos habían traído hasta aquí. ¿En qué momento dejamos de amarnos? ¿Cuándo se rompió todo?
Mi madre venía a ayudarme algunos días. Ella nunca fue buena para consolar, pero su presencia era un recordatorio de que la vida sigue, aunque duela.
—Mija, así es la vida —me decía mientras pelaba papas—. Los hombres vienen y van, pero los hijos son para siempre.
A veces sentía rabia hacia Alejandro, otras veces lo extrañaba con una intensidad que me asustaba. Pero sobre todo sentía miedo: miedo de no ser suficiente para mis hijos, miedo de no poder pagar el colegio, miedo de quedarme sola para siempre.
Una tarde, mientras recogía a Tomás del colegio, la directora me llamó aparte.
—Señora Mariana, ¿todo está bien en casa? Tomás ha estado muy callado últimamente.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle que mi hijo estaba aprendiendo demasiado pronto lo que significa la ausencia?
Esa noche hablé con Tomás.
—¿Extrañas a papá?
Él asintió sin mirarme.
—¿Crees que se fue porque hice algo malo?
Mi corazón se rompió en mil pedazos. Lo abracé fuerte y le prometí que nada de esto era su culpa. Pero en el fondo yo también me preguntaba si había algo más que pude haber hecho.
Los meses pasaron y aprendí a sobrevivir entre trabajos temporales y favores de vecinos. Empecé a vender arepas en la esquina para completar el mercado. Valeria me ayudaba con los pedidos y Tomás se encargaba de contar las monedas al final del día.
Un domingo cualquiera, Alejandro apareció sin avisar. Traía una bolsa con juguetes y una sonrisa nerviosa.
—¿Podemos hablar? —me preguntó en voz baja mientras los niños jugaban en el cuarto.
Nos sentamos en la sala pequeña, rodeados del eco de lo que alguna vez fuimos.
—Sé que he fallado mucho —dijo—. No sé cómo arreglarlo…
Lo miré largo rato antes de responder.
—No se trata solo de mí o de ti. Se trata de ellos. No puedes aparecer y desaparecer cuando te da la gana.
Él bajó la mirada y por primera vez vi en sus ojos el mismo miedo que me acompañaba cada noche.
—No sé si puedo ser el padre que ellos necesitan —susurró.
—Nadie sabe cómo hacerlo bien —le respondí—. Pero tenemos que intentarlo, aunque sea solo por ellos.
Esa noche lloré en silencio mientras escuchaba las risas apagadas de mis hijos desde su cuarto. Me di cuenta de que las grietas invisibles no solo estaban entre Alejandro y yo; también estaban dentro de mí, en mis miedos, en mis dudas, en mi esperanza terca de que algún día todo sería diferente.
Hoy sigo luchando cada día por mis hijos y por mí misma. A veces siento que avanzo dos pasos y retrocedo tres. Pero sigo aquí, resistiendo como tantas mujeres en este país.
¿Hasta cuándo tendremos que cargar solas con el peso del amor y el remordimiento? ¿Cuántas veces más tendremos que inventar sonrisas para no dejar ver nuestras grietas invisibles?