El apellido de mi hijo no es tuyo para decidirlo
—¡No tienes derecho a mantener el apellido de mi hijo después del divorcio!— rugió doña Carmen, su voz retumbando en la sala como un trueno en plena tormenta. Sentí cómo la sangre me subía al rostro, y por un segundo, el mundo se detuvo. Mi hijo, Emiliano, jugaba en el patio, ajeno a la guerra que se libraba dentro de la casa.
Nunca imaginé que después de diez años de matrimonio con Javier, terminaría enfrentándome así a su madre. Pero aquí estaba, parada frente a ella, con las manos temblorosas y el corazón hecho un nudo. No era la primera vez que doña Carmen intentaba meterse en nuestras vidas, pero esta vez había cruzado una línea.
—Doña Carmen, Emiliano es mi hijo tanto como suyo. No puede quitarle su apellido solo porque Javier y yo ya no estemos juntos— respondí, tratando de mantener la calma, aunque por dentro sentía que me desmoronaba.
Ella me miró con esos ojos duros que siempre parecían juzgarme. —Ese niño es un Mendoza. Y los Mendoza no se mezclan con cualquiera. Ya bastante vergüenza nos diste con este divorcio— escupió las palabras como si fueran veneno.
Recordé la primera vez que conocí a Javier. Fue en una fiesta patronal en San Juan del Río, mi pueblo natal en el sur de México. Él era todo lo que yo no: citadino, universitario, con sueños grandes y una familia que parecía salida de una telenovela. Yo era hija de una costurera y un albañil, criada entre tortillas hechas a mano y cuentos de aparecidos. Nos enamoramos rápido y nos casamos aún más rápido. Pronto llegó Emiliano, y pensé que todo sería felicidad.
Pero la felicidad se fue desmoronando poco a poco. Javier empezó a llegar tarde, a perderse en el trabajo y en sus silencios. Yo me quedé sola en casa, criando a Emiliano y soportando las visitas semanales de doña Carmen, que nunca perdió oportunidad para recordarme que yo no era suficiente para su hijo.
El divorcio fue inevitable. Javier se fue a Monterrey con una nueva pareja y yo me quedé con Emiliano en la casa pequeña que habíamos comprado juntos. Pensé que al menos tendría paz, pero subestimé el poder de una suegra herida.
—¿De verdad cree que puede borrar a mi hijo de la familia Mendoza?— pregunté, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con salir.
—No quiero borrarlo. Pero tú ya no eres parte de nosotros. No tienes derecho a usar nuestro apellido para tu conveniencia— replicó ella.
Me dolió escuchar eso. No por mí, sino por Emiliano. Él amaba a su abuela, aunque ella nunca le mostró el mismo cariño que le tenía a sus otros nietos. Siempre lo miraba como si fuera una extensión incómoda de mí.
Esa noche, después de que doña Carmen se fue dando un portazo, me senté en la cama con Emiliano. Él me miró con sus grandes ojos cafés y preguntó:
—¿Por qué abuela está enojada contigo?
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a un niño de ocho años que los adultos pueden ser crueles incluso con quienes más deberían amar?
—A veces las personas se enojan porque tienen miedo de perder lo que aman— le dije, acariciándole el cabello.
Los días siguientes fueron un infierno. Doña Carmen empezó a hablar mal de mí con los vecinos, diciendo que yo quería quitarle el apellido a Emiliano para ponerle el mío. Incluso fue a la escuela a hablar con la directora, insinuando que yo era una mala madre.
Una tarde, mientras recogía a Emiliano de la escuela primaria Benito Juárez, la directora me llamó a su oficina.
—Señora Lucía, entiendo que está pasando por momentos difíciles, pero le pido que trate de mantener la calma por el bien de su hijo— me dijo con voz suave.
Sentí una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Por qué tenía que justificarme ante todos? ¿Por qué nadie veía lo mucho que luchaba cada día por darle lo mejor a Emiliano?
Esa noche llamé a Javier. No quería hacerlo, pero sentía que ya no podía más.
—Javier, tu mamá está diciendo cosas horribles sobre mí. Está intentando meterle ideas raras a Emiliano— le dije entre sollozos.
Él suspiró al otro lado del teléfono.—Lucía, sabes cómo es mi mamá… Pero no te preocupes, yo hablaré con ella.
Pero nada cambió. Al contrario, doña Carmen se volvió más agresiva. Un día llegó con un abogado y me amenazó con pelear la custodia si no accedía a cambiarle el apellido a Emiliano por el suyo materno.
—¡Eso es absurdo!— grité.—¿Por qué haría algo así?
El abogado solo me miró con indiferencia.—La señora Mendoza tiene derecho a solicitarlo si demuestra que usted no es apta como madre.
Me sentí acorralada. Lloré durante noches enteras pensando en perder a mi hijo. Mi madre me consolaba diciendo: «No te van a quitar a Emiliano. Tú eres su mamá y nadie puede cambiar eso».
Pero el miedo seguía ahí.
Un domingo por la mañana, mientras preparaba chilaquiles para Emiliano, él se acercó y me abrazó fuerte.
—Mamá, ¿yo voy a tener otro apellido?
Me arrodillé frente a él y lo miré a los ojos.—Tú eres Emiliano Mendoza Ramírez. Ese es tu nombre y nadie puede quitártelo. Lo importante es quién eres tú, no lo que otros digan.
Él sonrió y asintió. En ese momento supe que tenía que luchar hasta el final.
Busqué ayuda legal y psicológica. Fui al DIF y conté mi historia. Encontré apoyo en otras madres solteras del barrio; juntas formamos una red para defendernos de los prejuicios y las injusticias familiares.
La batalla fue larga y dolorosa. Hubo audiencias, chismes en el mercado, miradas acusadoras en la iglesia los domingos. Pero también hubo solidaridad: vecinas que cuidaban a Emiliano cuando yo tenía que ir al juzgado; amigas que me acompañaban cuando sentía que ya no podía más.
Al final, el juez falló a mi favor: Emiliano mantendría su apellido y yo conservaría la custodia total. Doña Carmen dejó de hablarme y apenas ve a su nieto ahora. A veces siento tristeza por todo lo perdido, pero también orgullo por lo ganado.
Hoy miro a Emiliano jugar en el parque y sé que hice lo correcto. Nadie tiene derecho a decidir sobre la identidad de mi hijo más que él mismo.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que los prejuicios familiares decidan sobre nuestras vidas? ¿Cuántas madres más tendrán que pelear solas para defender lo más sagrado: sus hijos?