La traición de mi hermana: ¿Cómo pudiste, Mariana?

—¿¡Cómo pudiste, Mariana!? —grité, con la voz quebrada y el corazón en la garganta, mientras agitaba el contrato de compraventa frente a sus ojos. El papel estaba arrugado por mis manos temblorosas, y sentía que el mundo se me venía abajo. Mariana ni siquiera se inmutó; dejó la taza de café sobre la mesa de la cocina, esa misma mesa donde mamá nos servía chocolate caliente en las noches frías de julio en Mendoza.

—Ya está hecho, Lucía. No hay vuelta atrás —dijo ella, con esa calma que siempre me sacaba de quicio. Sus ojos no mostraban culpa, solo un cansancio profundo, como si llevara años arrastrando un peso invisible.

—¿Pero cómo pudiste firmar esto sin decirme nada? ¡Era nuestra casa! ¡La única cosa que nos quedaba de mamá y papá! —sentí que las lágrimas me quemaban los ojos, pero me negué a dejar que cayeran delante de ella.

Mariana suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla. —No teníamos otra opción, Lucía. Las deudas no se pagan solas. Además, tú ni siquiera vives aquí desde hace años.

—¡Eso no te da derecho! —mi voz se quebró y sentí que todo el resentimiento acumulado durante años salía disparado como un volcán. —¡Siempre tomás decisiones por las dos como si yo no existiera!

El silencio se instaló entre nosotras, pesado y denso. Afuera, el viento zonda sacudía los árboles del patio y hacía vibrar los vidrios de las ventanas. Por un momento, pensé en salir corriendo y no mirar atrás nunca más.

Pero no podía. No después de todo lo que habíamos pasado juntas.

Crecimos en esa casa vieja de adobe, con paredes gruesas y techos altos. Papá era obrero en una bodega y mamá vendía empanadas en la esquina para ayudarnos a llegar a fin de mes. Cuando papá murió en un accidente laboral, Mariana tenía diecisiete y yo apenas catorce. Ella se convirtió en mi segunda madre, aunque nunca lo admitió. Trabajó limpiando casas ajenas para pagar mis estudios y siempre puso su vida en pausa por mí.

Pero ahora… ahora sentía que me había arrancado las raíces.

—¿Y si hubiéramos buscado otra solución? —pregunté en voz baja, casi suplicando. —Podríamos haber alquilado una parte, pedir ayuda a los tíos… cualquier cosa menos esto.

Mariana negó con la cabeza. —Nadie ayuda gratis, Lucía. Y los tíos solo aparecen cuando hay algo para sacar. Además… —hizo una pausa y bajó la mirada— necesitaba el dinero para pagarle al abogado de Tomás.

Sentí un golpe en el pecho. Tomás era su hijo mayor, mi sobrino preferido, pero también el que más problemas le había dado. Hace seis meses lo habían detenido por estar en el lugar equivocado con la gente equivocada. Desde entonces, Mariana vivía entre tribunales y oficinas de abogados caros.

—¿Vendiste la casa para salvar a Tomás? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.

—No iba a dejarlo solo —respondió ella, con una firmeza que me partió el alma—. Es mi hijo, Lucía. ¿Qué hubieras hecho tú?

Me quedé callada. No tenía respuesta. Siempre admiré la fuerza de Mariana, su capacidad para sacrificarse por los demás sin pedir nada a cambio. Pero esta vez… esta vez sentía que el precio era demasiado alto.

—¿Y ahora qué? —pregunté finalmente—. ¿Dónde vas a vivir?

Mariana se encogió de hombros. —Me iré a lo de Rosa por un tiempo. Después veré qué hago. Ya soy grande para empezar de nuevo.

La miré y vi por primera vez las arrugas alrededor de sus ojos, el cabello encanecido prematuramente por las preocupaciones. Sentí una punzada de culpa por haberme ido a Buenos Aires a estudiar y dejarla sola con todo el peso de la familia.

—Perdoname… —susurré—. No quise gritarte. Solo… me duele perder la casa.

Mariana se levantó y me abrazó fuerte, como cuando éramos chicas y teníamos miedo a las tormentas.

—A mí también me duele, Lucía. Pero a veces hay que elegir entre dos males. Y yo elegí cuidar a mi hijo.

Nos quedamos así un rato largo, llorando en silencio mientras afuera seguía soplando el viento zonda.

Esa noche dormí en mi antigua habitación, vacía ya de casi todos los muebles. Me costó conciliar el sueño; los recuerdos me asaltaban uno tras otro: las risas en el patio, los cumpleaños con torta casera, las peleas tontas por quién lavaba los platos…

Al día siguiente acompañé a Mariana a entregar las llaves al nuevo dueño. Era un hombre serio, con acento chileno y mirada fría. Nos agradeció por dejar todo limpio y nos deseó suerte «en esta nueva etapa». Mariana le sonrió con cortesía; yo apenas pude mirarlo a los ojos.

Cuando salimos por última vez del portón de hierro oxidado, Mariana se detuvo y miró hacia atrás.

—¿Te acordás cuando papá plantó ese limonero? —me preguntó.

Asentí con la cabeza, tragando lágrimas.

—Ojalá algún día podamos volver —dijo ella—. Aunque sea solo para ver si sigue dando frutos.

Nos abrazamos una vez más antes de separarnos en la esquina. Yo debía volver a Buenos Aires; ella tenía que empezar su nueva vida desde cero.

En el colectivo rumbo a la terminal, miré por la ventana y pensé en todo lo que habíamos perdido… pero también en lo que todavía nos quedaba: nuestra relación como hermanas, aunque herida, seguía viva.

A veces me pregunto si hice bien en juzgarla tan duro o si debería haber estado más presente cuando ella más me necesitaba. ¿Cuántas familias se rompen por decisiones difíciles? ¿Cuántos secretos guardamos para proteger a quienes amamos?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían una traición así o dejarían que el orgullo gane sobre el amor familiar?