Me llevé los regalos y me fui para siempre: la historia de una hermana mayor en el campo colombiano

—¡María Camila, apúrate! ¿No ves que tu hermano está llorando? —gritó mi mamá desde la cocina, mientras yo intentaba terminar la tarea de matemáticas en la mesa de madera, esa que mi papá había construido con sus propias manos hace años, cuando aún sonreía.

Dejé el lápiz y corrí a cargar a Samuel, el menor de mis seis hermanos. Tenía apenas catorce años, pero ya sentía el peso de una vida entera sobre los hombros. En la vereda El Retiro, a una hora de Bucaramanga, ser la hija mayor era más una condena que un privilegio. Nadie preguntaba si quería ayudar; simplemente debía hacerlo.

—¿Por qué siempre yo? —me preguntaba en silencio, mientras acunaba a Samuel y escuchaba a mis padres discutir por el dinero del mercado.

Mi papá, don Ernesto, era campesino. Trabajaba la tierra desde antes de que yo naciera. Mi mamá, doña Lucía, vendía arepas y empanadas en el pueblo. Entre los dos apenas alcanzaba para alimentar a todos. Por eso, desde pequeña, fui la segunda mamá de la casa: cocinaba, lavaba ropa en el río, curaba rodillas raspadas y consolaba pesadillas.

—María Camila, ¿me ayudas con la tarea? —me pedía Valentina, mi hermana de ocho años, mientras yo intentaba recordar cómo era tener tiempo para mí misma.

No tenía amigas. Las niñas del colegio se reían porque nunca iba a las fiestas ni podía quedarme después de clase. «La niñera», me decían. A veces lloraba en silencio en el cuarto que compartía con mis hermanas, pero nadie lo notaba. En mi cumpleaños número quince, mi mamá me regaló una blusa usada y un abrazo apurado. «Eres nuestra bendición», dijo. Pero yo solo sentí un nudo en la garganta.

El tiempo pasaba y mis sueños se desvanecían como el humo del fogón. Quería estudiar enfermería, salir del campo, conocer el mar. Pero cada vez que lo mencionaba, mi papá me miraba con dureza:

—Aquí te necesitamos. La familia es primero.

Un día, llegó una carta del colegio: me habían dado una beca para estudiar en Bucaramanga. Mi corazón latió fuerte. Era mi oportunidad. Corrí a contárselo a mi mamá.

—¿Y quién va a cuidar a tus hermanos? —preguntó ella sin mirarme a los ojos.

—Mamá, es mi sueño…

—¡Tus sueños no llenan la olla! —interrumpió mi papá desde la puerta.

Esa noche no dormí. Escuché a Samuel toser y me levanté a prepararle un té de eucalipto. Mientras lo sostenía en brazos, sentí rabia y tristeza mezcladas. ¿Por qué nadie veía lo que yo sentía? ¿Por qué mis sueños valían menos que los de los demás?

Pasaron semanas. La fecha límite para aceptar la beca se acercaba. Yo seguía cumpliendo con todo: cocinando, lavando, ayudando en las tareas. Pero por dentro me estaba apagando.

Un domingo por la tarde, mientras todos dormían la siesta después del almuerzo, abrí el baúl donde guardábamos los pocos regalos que nos daban en Navidad: una muñeca sin brazo, un libro viejo, una bufanda tejida por mi abuela antes de morir. Los miré uno por uno y sentí que cada objeto era un recuerdo de lo poco que había sido mía mi infancia.

Tomé la bufanda y el libro. Los metí en una bolsa junto con una foto de todos nosotros en el río. Esos eran mis únicos tesoros.

Esa noche, después de cenar, reuní a mis hermanos en el cuarto.

—Tengo que decirles algo —dije con voz temblorosa—. Me dieron una beca para estudiar en Bucaramanga… y me voy mañana.

Valentina empezó a llorar. Samuel se aferró a mi pierna.

—¿Nos vas a dejar? —preguntó Andrés, el segundo mayor.

—No los dejo porque quiero —respondí—. Los dejo porque si no lo hago ahora, nunca voy a poder vivir mi propia vida.

Mis padres escucharon el alboroto y entraron furiosos.

—¡Egoísta! —gritó mi mamá—. ¡Después de todo lo que hemos hecho por ti!

Mi papá no dijo nada. Solo me miró con esos ojos duros que siempre me asustaron.

—Papá…

—Haz lo que quieras —dijo finalmente—. Pero si te vas, no vuelvas.

Sentí que el mundo se partía en dos. Quise abrazarlos a todos y pedirles perdón por querer algo diferente. Pero también sentí alivio: por primera vez estaba decidiendo por mí misma.

Esa madrugada salí de casa con la bolsa de regalos al hombro y lágrimas en los ojos. Caminé hasta la carretera y esperé el bus al pueblo. Nadie salió a despedirme.

En Bucaramanga todo era nuevo y aterrador: los buses llenos de gente desconocida, las calles ruidosas, los edificios altos. Pero también era libertad. Empecé las clases con miedo y esperanza. Llamaba a casa cada semana; al principio nadie contestaba. Después mi hermana Valentina empezó a escribirme cartas escondidas.

«Te extraño mucho», decía una. «Mamá llora por las noches pero no lo admite».

Trabajé medio tiempo limpiando casas para pagarme los libros y algo de comida extra. Había días en que quería rendirme y volver corriendo al campo solo para sentirme parte de algo otra vez. Pero entonces sacaba la bufanda tejida por mi abuela y recordaba por qué estaba allí.

Pasaron los años. Me gradué como enfermera con honores. Conseguí trabajo en un hospital pequeño y empecé a ahorrar para traer a mis hermanos menores a estudiar conmigo algún día.

Hace poco volví al pueblo después de siete años sin verlos. Mi mamá me abrazó llorando; mi papá apenas me saludó con un apretón de manos frío pero sincero. Mis hermanos ya eran casi adultos; algunos me miraban con resentimiento, otros con admiración.

Esa noche nos sentamos todos juntos alrededor del fogón como antes. Les conté mi historia y les pedí perdón si alguna vez sintieron que los abandoné.

—A veces hay que irse para poder volver —dije—. Y aunque me llevé los regalos más pequeños… también me llevé el valor de soñar por todos nosotros.

Ahora me pregunto: ¿cuántas Marías Camilas hay en nuestros campos y ciudades? ¿Cuántos sueños se apagan por miedo o culpa? ¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?