Entre dos familias: El peso de una elección en Navidad
—¿Otra vez vas a invitar a Mariana? —La voz de mi hijo, Andrés, retumba en la cocina mientras intento no dejar caer la bandeja con los tamales.
No respondo de inmediato. Miro por la ventana, donde el cielo de diciembre amenaza con lluvia. La casa huele a canela y café, pero el aire está cargado de tensión. Mariana, mi exnuera, está sentada en la sala con mi nieta Sofía, ayudándola a envolver un regalo. La nueva esposa de Andrés, Lucía, ni siquiera ha llegado; siempre tiene una excusa para llegar tarde o no venir.
—Mamá, te lo he dicho mil veces: Lucía se siente incómoda cuando Mariana está aquí —insiste Andrés, cruzando los brazos.
Me limpio las manos en el delantal y lo miro directo a los ojos. —Y yo te he dicho mil veces que Mariana es como una hija para mí. No voy a dejarla sola en Navidad solo porque tú decidiste rehacer tu vida.
Andrés suspira, frustrado. —No entiendes…
—¡Entiendo perfectamente! —le corto—. Entiendo que tú tienes tu familia nueva, pero yo también tengo derecho a decidir con quién paso mis días. ¿O acaso cuando eras niño te pregunté si te gustaba o no que tu papá nunca estuviera?
El silencio cae pesado. Andrés baja la mirada y sale al patio. Yo me quedo ahí, temblando un poco, no sé si por el coraje o por el cansancio que me pesa en los huesos desde hace años.
A veces siento que mi vida ha sido una larga lista de sacrificios invisibles. Fui madre soltera desde que mi esposo se fue con otra mujer cuando Andrés tenía apenas cinco años. Trabajé de peluquera en el barrio de San Juan durante treinta años, cortando el cabello a vecinas, niños revoltosos y hasta al cura del pueblo. Mis manos están llenas de cicatrices y mis piernas ya no aguantan estar de pie tanto tiempo. Pero nunca me quejé; siempre puse la familia primero.
Cuando Andrés se casó con Mariana, pensé que por fin tendría una hija. Mariana venía de una familia humilde de Veracruz, y desde el primer día se quedó a ayudarme en la cocina, aprendió mis recetas y me acompañó al mercado. Cuando nació Sofía, sentí que la vida me daba una segunda oportunidad para ser feliz.
Pero todo cambió hace tres años. Andrés conoció a Lucía en su trabajo en la ciudad y se enamoró perdidamente. El divorcio fue rápido y doloroso. Mariana se quedó sin casa y sin familia; su propia madre había muerto hacía tiempo y su padre nunca estuvo presente. Yo no podía dejarla sola.
Desde entonces, cada Navidad es un campo minado. Lucía no soporta ver a Mariana cerca de Sofía ni de Andrés. Mi hijo intenta complacer a las dos mujeres, pero termina enfadado conmigo por no elegir un bando.
—¿Abuela? —La voz suave de Sofía me saca de mis pensamientos—. ¿Puedo ponerle el moño rojo al regalo?
—Claro, mi amor —le sonrío—. Tú eres la artista aquí.
Mariana me mira desde el sofá, sus ojos llenos de gratitud y tristeza. Sé que le duele estar aquí como invitada y no como parte oficial de la familia. Pero también sé que si no la recibo yo, pasará la Navidad sola en un departamento frío.
La puerta se abre de golpe. Lucía entra con bolsas del supermercado y una expresión dura en el rostro.
—Buenas noches —dice sin mirar a nadie.
Andrés aparece detrás de ella, nervioso.
—Mamá, ¿podemos hablar afuera? —me pide en voz baja.
Salimos al patio trasero, donde el aire huele a tierra mojada y leña quemada de las casas vecinas.
—No quiero pelear contigo —dice Andrés—. Pero Lucía está harta de sentir que Mariana siempre va a ser más importante para ti que ella.
Me río amargamente. —¿Y tú? ¿Alguna vez pensaste en lo que siente Mariana? ¿O en lo que siento yo?
Andrés baja la cabeza. —No es tan fácil…
—Nada es fácil —le respondo—. Pero yo no voy a abandonar a alguien que me necesita solo para evitar un conflicto. Si Lucía no puede entender eso… bueno, tendrá que aprenderlo.
Regresamos adentro y la tensión es palpable. Lucía apenas saluda a Sofía y se encierra en el cuarto de Andrés. Mariana finge no notar nada y sigue ayudando con los preparativos.
La cena transcurre entre silencios incómodos y miradas furtivas. Sofía intenta animar el ambiente contando chistes malos; Mariana le sigue el juego con una sonrisa forzada. Yo sirvo los platos y trato de ignorar el nudo en mi estómago.
Después del postre, Lucía sale del cuarto y se sienta junto a Andrés, tomándolo del brazo como si quisiera marcar territorio. Mariana recoge los platos sin decir palabra.
—Gracias por la cena, señora Rosa —dice Lucía finalmente—. Estaba muy rica.
—De nada, Lucía —respondo cortante—. Me alegra que te haya gustado.
El silencio vuelve a caer hasta que Sofía rompe en llanto porque quiere abrir sus regalos con ambos padres juntos. Andrés intenta consolarla mientras Lucía le lanza una mirada fulminante a Mariana.
Esa noche, después de que todos se van o se encierran en sus cuartos, me siento sola en la cocina con una taza de café frío entre las manos. Pienso en todas las mujeres como yo: madres, abuelas, tías que han cargado familias enteras sobre sus espaldas sin recibir nunca un gracias sincero.
Pienso en Mariana, en su soledad; en Lucía, en su inseguridad; en Andrés, atrapado entre dos mundos; y en Sofía, que solo quiere una familia unida aunque sea por unas horas al año.
¿Hice mal en elegir a Mariana? ¿Debería pedir perdón por quererla como a una hija? ¿O acaso las madres también tenemos derecho a decidir quién es nuestra familia?
A veces me pregunto si algún día entenderán que lo único que busco es un poco de paz y compañía sincera antes de que mis piernas ya no puedan sostenerme más.