El Regreso de Don Ernesto: Entre la Tierra y el Dolor

—¡No está! ¡Michaela se fue a buscar leña! —gritó la tía Genia desde la cocina, mientras el humo del fogón se mezclaba con el olor a tierra mojada que entraba por la puerta abierta. El viento de la sierra barría el corredor de la vieja casa, esa misma donde mi suegro Ernesto nació, creció y a la que volvió mutilado, con un muñón en vez de brazo derecho, después de la guerra.

Me quedé parado en el umbral, con mi mochila colgando del hombro, sintiendo el peso de los kilómetros recorridos desde la ciudad hasta este rincón olvidado de Veracruz. Mi esposa, Lucía, apretó mi mano. Sus ojos buscaban respuestas en los míos, pero yo solo tenía preguntas. ¿Por qué siempre que venimos aquí, el silencio es tan espeso? ¿Por qué Ernesto nunca habla de lo que vivió?

La tía Genia salió a recibirnos, secándose las manos en el delantal. Su rostro arrugado se iluminó con una sonrisa cansada.

—Pasen, hijos. No se queden ahí como si fueran extraños —dijo, y nos abrazó con fuerza. Sentí su temblor, ese temblor que viene del alma cuando uno ha visto demasiado.

Entramos al comedor. La mesa de madera estaba puesta para cuatro, pero solo éramos tres. El lugar de Ernesto seguía vacío, como si su ausencia fuera un invitado más. Afuera, el sol caía a plomo sobre los surcos resecos del maizal.

—¿Y Michaela? —preguntó Lucía, mirando alrededor.

—Fue al monte por leña. Ya sabes cómo es tu papá: no puede estar quieto ni un segundo —respondió Genia, sirviendo café en tazas desportilladas.

Me senté frente a la ventana. Desde ahí podía ver el camino de tierra por donde Ernesto solía regresar, arrastrando el pie izquierdo y con la camisa empapada de sudor. Recordé la primera vez que lo vi: un hombre alto, seco como un árbol viejo, con una mirada dura que parecía atravesar las paredes.

—¿Cómo está el pueblo? —pregunté, intentando romper el hielo.

Genia suspiró.

—Igual que siempre. Aquí nada cambia. Solo nosotros nos vamos poniendo más viejos… y más solos.

Lucía bajó la mirada. Sabía que su madre hablaba también de ella, de nosotros, de esa distancia que crece cada vez que volvemos a la ciudad y dejamos atrás este pedazo de mundo donde todo parece detenido en el tiempo.

El sonido de un motor viejo nos sacó del letargo. Por la ventana vi la camioneta azul de Ernesto acercándose entre una nube de polvo. Bajó con dificultad, apoyándose en la puerta con su único brazo bueno. Michaela, su nieta mayor, saltó del asiento del copiloto y corrió hacia la casa.

—¡Abuelo trajo leña! —gritó, con las mejillas encendidas.

Ernesto entró sin saludar. Dejó caer el sombrero sobre la mesa y se sentó en su lugar habitual. Nadie dijo nada durante unos segundos eternos.

—¿Y ustedes qué hacen aquí? —preguntó finalmente, sin mirarnos.

Lucía se acercó y lo abrazó por detrás. Él no se movió.

—Vinimos a verte, papá. A pasar unos días contigo…

Él bufó.

—¿A verme o a ver si sigo vivo?

El silencio volvió a caer como una losa. Sentí una punzada en el pecho. Siempre era así: cada visita era una batalla entre lo que queríamos decir y lo que callábamos por miedo a abrir viejas heridas.

Después del almuerzo, salí al patio para tomar aire. Michaela jugaba con los perros bajo el árbol de mango. Me acerqué a Ernesto, que partía leña con una sola mano y una destreza que me asombraba.

—¿Le ayudo? —pregunté.

Me miró de reojo.

—¿Tú? ¿El ingeniero de ciudad? Aquí no hacen falta títulos, muchacho. Aquí se sobrevive o te lleva la chingada.

No supe qué responder. Me quedé allí parado, sintiendo cómo el sudor me corría por la espalda bajo el sol implacable.

—¿Sabe? A veces Lucía me cuenta historias de cuando usted era joven…

Ernesto soltó una carcajada amarga.

—¿Historias? Lo único que hay aquí son fantasmas. Y uno aprende a vivir con ellos o termina loco.

Me atreví a preguntar lo que siempre quise saber:

—¿Por qué nunca habla de la guerra?

Ernesto dejó caer el hacha y me miró fijamente.

—Porque allá dejé todo lo que era. Mi brazo… mis amigos… mi juventud. Y cuando regresé, este pueblo ya no era mío. Ni yo era el mismo para él.

Sentí un nudo en la garganta. Pensé en mi propio padre, muerto hace años en un accidente de tráfico en la ciudad. Pensé en todas las cosas que nunca le dije.

Esa noche cenamos en silencio. Afuera llovía fuerte y el techo de lámina retumbaba como si fuera a caerse. Michaela dormía abrazada a su abuela en una hamaca del corredor. Lucía y yo compartíamos una cama dura en el cuarto donde ella creció.

—¿Por qué tu papá es así? —le susurré en la oscuridad.

Lucía suspiró.

—Porque nunca pudo perdonarse por sobrevivir cuando otros no volvieron. Porque aquí todo le recuerda lo que perdió…

Al día siguiente, Ernesto salió temprano al campo. Lo seguí sin decir palabra. Caminamos entre los surcos vacíos hasta llegar al río seco donde solía pescar de niño.

—¿Sabe? —me dijo sin mirarme— A veces sueño que tengo los dos brazos y puedo abrazar a mis hijos como antes… Pero despierto y solo tengo esto —levantó el muñón cubierto por una camisa vieja—. Y entonces me acuerdo de todo lo que no pude hacer…

Me acerqué y puse una mano en su hombro.

—Todavía puede hacer mucho, don Ernesto. Todavía tiene familia…

Él me miró por primera vez sin dureza en los ojos.

—¿Familia? La familia es como esta tierra: hay que trabajarla todos los días o se muere…

Regresamos a casa en silencio. Esa tarde ayudé a Michaela a recoger mangos caídos mientras Lucía y Genia preparaban tamales para la cena. Por primera vez sentí que pertenecía a ese lugar, aunque fuera solo un poco.

Antes de irnos, Ernesto me llamó aparte.

—Cuida a mi hija —me dijo—. Y no olvides nunca de dónde vienes… porque aunque uno huya lejos, siempre termina regresando al mismo dolor.

En el camino de regreso a la ciudad, miré por la ventana los campos verdes perdiéndose en el horizonte. Pensé en Ernesto, en sus heridas invisibles y en las mías propias.

¿Será posible sanar algún día las heridas del pasado? ¿O estamos condenados a cargar con ellas como fantasmas silenciosos?