Cuando el amor se apaga: Vivir con quien te destruye cada día
—¿Otra vez llegas tarde, Ernesto? ¿No te da vergüenza? —La voz de Lucía retumbó en el pequeño comedor, haciendo vibrar los vasos sobre la mesa de formica gastada.
Me quedé parado en la puerta, con la camisa empapada de sudor y las manos temblorosas. Afuera, el calor de Barranquilla era un castigo, pero adentro, el aire era aún más denso. Mi hija menor, Valeria, fingía mirar su celular; mi hijo mayor, Julián, ni siquiera levantó la vista del plato. Nadie decía nada. Nadie nunca decía nada.
—El bus se varó —murmuré, sabiendo que no importaba la excusa. Lucía ya había decidido estar molesta.
Ella bufó y se levantó de la mesa. El golpe seco de la silla contra el piso me hizo encoger los hombros. —Siempre tienes una excusa. Treinta años así, Ernesto. Treinta años cargando contigo —dijo, y desapareció en el cuarto.
Me senté en silencio. El arroz estaba frío y duro. Miré a mis hijos, buscando algo de complicidad, pero sólo encontré indiferencia. ¿En qué momento me convertí en un extraño en mi propia casa?
Recuerdo cuando conocí a Lucía en la universidad. Era hermosa, llena de vida y sueños. Yo venía de un barrio pobre, con una madre que limpiaba casas y un padre ausente. Lucía era mi esperanza de una vida mejor. Al principio todo era risa y promesas; después llegaron los reclamos, los gritos, las miradas de desprecio.
—Papá, ¿me das plata para el bus? —Valeria rompió el silencio.
Saqué un billete arrugado del bolsillo y se lo entregué. Ella ni siquiera me miró a los ojos.
A veces pienso que mi mayor error fue quedarme callado. En mi barrio siempre decían que los hombres aguantan, que no lloran, que no se quejan. Así crecí: tragando mis lágrimas, apretando los dientes cuando Lucía me humillaba frente a los niños o cuando me decía que no servía para nada.
—¿Por qué no te separas? —me preguntó una vez mi amigo Héctor en la tienda del barrio, mientras compartíamos una cerveza tibia.
—¿Y dejar a mis hijos? ¿Qué van a decir en la familia? Además, ¿a dónde voy a ir a esta edad? —le respondí, sintiendo el peso de cada palabra.
La verdad es que tenía miedo. Miedo a la soledad, al qué dirán, a perder lo poco que tenía. Pero sobre todo, miedo a aceptar que había desperdiciado mi vida esperando que Lucía cambiara.
Los años pasaron y mis hijos crecieron viendo cómo su madre me destruía con palabras afiladas y silencios helados. Yo era un fantasma en mi propia casa: trabajaba todo el día como contador en una empresa pequeña y volvía sólo para enfrentar reproches y desprecios.
Una noche, después de una pelea especialmente cruel —Lucía me gritó que era un inútil y que ojalá nunca me hubiera conocido— salí al balcón y lloré en silencio. Sentí vergüenza de mí mismo. ¿Cómo llegué a esto? ¿Por qué permití tanto?
Mi madre murió sin saber cuánto sufría su hijo. Nunca le conté nada; ella ya tenía suficiente con sus propias penas. Mis amigos se alejaron poco a poco: nadie quiere estar cerca de alguien que sólo transmite tristeza.
Un domingo cualquiera, mientras veía un partido de fútbol solo en la sala, Julián se sentó a mi lado por primera vez en meses.
—Papá… ¿por qué sigues aquí? —me preguntó sin mirarme.
No supe qué decirle. Sentí un nudo en la garganta. Quise abrazarlo, decirle que lo hacía por él y su hermana, pero sabía que no era cierto. Me quedé porque no sabía cómo irme.
Esa noche dormí en el sofá. Lucía había puesto seguro en la puerta del cuarto matrimonial. Escuché su risa hablando por teléfono con su hermana; hablaban de mí como si fuera un mueble viejo del que no pueden deshacerse.
Al día siguiente fui al trabajo con los ojos hinchados. Mi jefe me llamó la atención por un error en unos papeles. Sentí ganas de gritarle que no podía más, pero sólo asentí y regresé a mi escritorio.
Pasaron semanas así: días grises, noches solitarias. Empecé a escribir cartas que nunca envié; cartas para mis hijos, para Lucía, para mí mismo. En ellas confesaba mi dolor, mi cansancio, mi miedo a morir sin haber sido feliz.
Un viernes cualquiera recibí una llamada de Valeria: —Papá, ¿puedes venir por mí? Estoy en la clínica con mamá…
Corrí como pude hasta el hospital público. Lucía había sufrido una crisis nerviosa; los médicos decían que era estrés acumulado. La vi frágil por primera vez en años: pálida, temblorosa, asustada.
Me senté junto a su cama y le tomé la mano. Ella me miró con ojos cansados y murmuró: —Perdón…
No supe si lo decía por ella o por mí. Nos quedamos en silencio largo rato.
Después de ese día las cosas cambiaron poco a poco. No hubo milagros ni finales felices: Lucía seguía siendo dura y yo seguía sintiéndome invisible, pero algo dentro de mí empezó a despertar.
Un día me atreví a hablar con Julián:
—Hijo… sé que no he sido el mejor padre ni el mejor esposo… pero quiero pedirte perdón por haberte hecho crecer en medio de tanto dolor.
Él me miró sorprendido y luego bajó la cabeza:
—Yo también te pido perdón, papá… Nunca supe cómo ayudarte.
Lloramos juntos por primera vez desde que era niño.
Hoy tengo 58 años y sigo aquí, pero ya no soy el mismo hombre callado de antes. Empecé terapia psicológica en el centro comunitario del barrio; aprendí a poner límites y a cuidar de mí mismo aunque sea tarde. Mis hijos también buscan sanar sus propias heridas.
Lucía y yo seguimos juntos por ahora; no sé si algún día tendré el valor de irme o si ella cambiará realmente. Pero ya no guardo silencio: hablo cuando algo me duele y busco ayuda cuando lo necesito.
A veces me siento viejo y cansado; otras veces siento esperanza al ver que aún puedo cambiar mi historia aunque sea un poco.
Me pregunto: ¿Cuántos hombres como yo callan su sufrimiento por miedo o vergüenza? ¿Cuántas familias viven atrapadas en el dolor porque nadie se atreve a hablar?
¿Será posible empezar de nuevo después de tantos años? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?