Nunca Fui Suficiente para los Padres de Mauricio: El Peso del Apellido y la Realidad de las Clases en México

—¿Por qué insistes en traerla aquí, Mauricio? —La voz de la señora Camila retumbó en el comedor, tan fría como el mármol de la mesa. Yo apretaba la servilleta entre mis manos sudorosas, sintiendo que cada mirada era un cuchillo. Mauricio, mi novio desde hace dos años, me tomó la mano bajo la mesa, pero ni siquiera ese gesto me salvó del temblor interno.

—Porque la amo, mamá. Y porque merece estar aquí tanto como cualquiera —respondió él, con esa valentía que siempre admiré.

Pero yo sabía que no era suficiente. Nunca lo fue. Desde que Mauricio y yo nos conocimos en la UNAM, supe que veníamos de mundos distintos. Él, hijo único de una familia de renombre en Coyoacán: su papá, el doctor Fernando, catedrático de Derecho; su mamá, médica reconocida en el Hospital Ángeles. Yo, hija de una madre soltera que vendía tamales en la esquina y limpiaba casas para pagarme los libros.

La primera vez que fui a su casa, sentí que entraba a otro planeta. Todo olía a limpio y caro; las paredes estaban llenas de diplomas y fotos de viajes a Europa. Su mamá me saludó con una sonrisa tan falsa que dolía. «¿Y tú qué estudias?», preguntó, como si ya supiera la respuesta y solo quisiera escucharme tropezar.

—Trabajo medio tiempo en una papelería y estudio Psicología —dije, tratando de sonar segura.

—Ah… Psicología —repitió ella, como si fuera una palabra extranjera. Luego se giró hacia Mauricio—. ¿Y tus amigos del club? ¿No ibas a invitar a Regina?

Regina. Siempre Regina. La hija del socio del papá de Mauricio. Alta, rubia, con sonrisa de comercial y un acento fresa que me hacía sentir aún más fuera de lugar.

Las semanas pasaron y cada vez que Mauricio me invitaba a su casa era lo mismo: miradas de reojo, comentarios pasivo-agresivos sobre mi ropa o mi acento chilango. Una vez escuché a la señora Camila decirle a su esposo:

—No entiendo qué le ve. ¿No se da cuenta de que esa niña solo busca aprovecharse?

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Quise dejarlo todo, pero Mauricio siempre encontraba la manera de convencerme de quedarme. «No les hagas caso, amor. Lo nuestro es más fuerte que sus prejuicios».

Pero el peso del apellido es real. En México, nacer en la colonia equivocada puede condenarte a ser invisible para siempre.

Un día, después de una comida familiar donde sentí que me desmenuzaban con cada palabra, Mauricio me llevó al parque donde nos dimos nuestro primer beso.

—¿Vale la pena todo esto? —le pregunté con la voz quebrada—. Siento que nunca voy a ser suficiente para ellos.

Él me abrazó fuerte.

—Tú eres suficiente para mí. Eso es lo único que importa.

Pero no era cierto. Porque los padres de Mauricio no se rendían. Un día encontré a Regina esperándolo afuera de la facultad.

—¿Sabes? —me dijo con una sonrisa venenosa—. Los papás de Mau ya están planeando nuestra boda. Solo es cuestión de tiempo para que te des cuenta de que aquí no encajas.

Me fui corriendo al baño y vomité del coraje y la impotencia.

Las cosas empeoraron cuando mi mamá enfermó y tuve que dejar la universidad por un semestre para trabajar más horas. Mauricio intentó ayudarme económicamente, pero su familia lo descubrió y lo amenazó con cortarle el apoyo si seguía conmigo.

Una noche, después de una discusión terrible con sus padres, Mauricio llegó a mi casa empapado por la lluvia.

—Me dijeron que si no termino contigo, me sacan del departamento y dejan de pagarme la maestría —dijo entre sollozos—. Pero no puedo perderte.

Lo abracé tan fuerte como pude, pero en ese momento supe que nuestro amor estaba condenado por algo más grande que nosotros: el miedo al qué dirán, el peso del apellido, el veneno del clasismo.

Pasaron semanas en las que apenas nos veíamos. Mauricio estaba cada vez más distante; yo cada vez más cansada y rota por dentro. Un día recibí un mensaje suyo:

«Lo siento, no puedo más. Mis papás tienen razón: te mereces algo mejor que esta guerra sin fin».

Sentí que el mundo se me caía encima. Lloré durante días enteros. Mi mamá intentó consolarme:

—Mija, tú vales mucho más que cualquier apellido o cuenta bancaria. No te dejes pisotear por nadie.

Pero las palabras no curan el corazón roto ni borran las cicatrices del clasismo.

Meses después vi en Facebook las fotos del compromiso entre Mauricio y Regina: sonrisas perfectas, familia feliz, comentarios llenos de bendiciones y promesas vacías.

Hoy sigo trabajando en la papelería mientras retomo mis estudios poco a poco. A veces me pregunto si algún día podré amar sin miedo a no ser suficiente para alguien o para su familia.

¿Hasta cuándo vamos a dejar que los apellidos decidan quién merece ser feliz? ¿Cuántas historias como la mía se repiten todos los días en este país?