Carta a la amante de mi esposo — Cinco años después: Ahora eres solo un mal recuerdo
—¿Por qué lo hiciste? —mi voz temblaba mientras sostenía el teléfono con manos sudorosas, el corazón golpeando tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. Del otro lado, solo silencio. Ni siquiera podía llamarte por tu nombre. Eras simplemente “ella”, la sombra que se coló en mi casa, la que se llevó las risas de mis hijos y el sueño de una familia unida en nuestra pequeña casa en Medellín.
Recuerdo esa noche como si fuera ayer. William llegó tarde, con el olor a perfume barato impregnado en su camisa. No hacía falta ser adivina para saber que algo andaba mal. Cuando le pregunté, bajó la mirada y murmuró: “No es lo que piensas, Mariana”. Pero sí lo era. Era exactamente lo que pensaba y mucho peor.
Durante semanas, viví como un fantasma. Iba al trabajo en el hospital, atendía pacientes con una sonrisa rota y regresaba a casa para fingir normalidad ante mis hijos, Camila y Julián. Pero cada vez que William se acercaba, sentía que me ahogaba en un mar de preguntas sin respuesta. ¿Qué tenía ella que yo no? ¿Por qué no fui suficiente?
La noticia corrió como pólvora en el barrio. Las vecinas cuchicheaban detrás de las cortinas, los amigos de William dejaron de visitarnos y hasta mi madre, doña Teresa, me miraba con lástima. “Mija, los hombres son así… pero uno debe luchar por su hogar”, me decía mientras me preparaba café. Yo solo quería gritarle que no podía más, que estaba cansada de ser fuerte.
Una tarde, Camila llegó llorando del colegio. “Mamá, dicen que papá tiene otra familia”. Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. ¿Cómo explicarle a una niña de ocho años que su padre había elegido a otra mujer? ¿Cómo protegerla del dolor cuando yo misma estaba hecha pedazos?
William intentó volver varias veces. Lloró, prometió cambiar, juró que tú no significabas nada. Pero yo ya no era la misma. Había aprendido a vivir con el silencio, a dormir sola y a mirar al espejo sin sentir vergüenza. No fue fácil. Hubo noches en las que deseé desaparecer, en las que el rencor me carcomía por dentro.
Pero también hubo días de luz. Mis amigas del hospital me invitaron a salir, a bailar salsa en la terraza de Lucía. Aprendí a reírme otra vez, a disfrutar de los pequeños momentos con mis hijos: una tarde de cine, una caminata por el parque Arví, los domingos de arepas y chocolate caliente.
Tú, en cambio, te convertiste en un rumor lejano. Supe por ahí que William te dejó después de unos meses. Que lloraste, que rogaste, que te sentiste sola. Pero eso ya no era mi problema. Yo tenía suficiente con reconstruir mi vida y sanar las heridas de mis hijos.
Hace poco encontré una foto vieja: William y yo abrazados en la playa de Santa Marta, los niños jugando en la arena. Por un momento sentí nostalgia, pero luego recordé todo lo que sufrí por tu culpa… y por la suya. Porque sí, él también fue responsable. Pero esta carta es para ti.
Nunca entendí cómo pudiste mirar a mis hijos a los ojos y seguir adelante con tu mentira. Nunca entendí cómo dormías tranquila sabiendo que destruías una familia. Tal vez pensaste que habías ganado algo: un hombre casado, promesas vacías y noches robadas.
Pero cinco años después, te digo esto: no ganaste nada. Hoy soy más fuerte, más libre y más feliz sin esa sombra sobre mi vida. Mis hijos han crecido rodeados de amor verdadero; aprendieron que nadie merece menos de lo que sueña.
A veces me pregunto si alguna vez te arrepentiste. Si alguna vez pensaste en el daño causado o si simplemente seguiste adelante buscando otro hogar ajeno para invadir. Aquí en Latinoamérica, muchas mujeres callan por miedo o vergüenza; yo decidí hablar porque merezco paz.
Hoy puedo mirarte —aunque sea solo como un mal recuerdo— y decirte que ya no tienes poder sobre mí ni sobre mi familia. William es solo el padre de mis hijos; yo soy mucho más que la esposa traicionada.
¿Valió la pena todo lo que hiciste? ¿Alguna vez pensaste en las cicatrices invisibles que dejaste atrás?
Ahora te dejo ir para siempre. Y a quienes lean mi historia les pregunto: ¿cuántas veces hemos permitido que alguien más defina nuestro valor? ¿Cuántas veces hemos callado por miedo al qué dirán?