Volver a mis raíces: el precio de un hogar soñado

—¿Por qué nunca puedes estar satisfecha, Lucía? —la voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras el vapor del café empañaba la ventana y yo apretaba los puños sobre la mesa.

Tenía treinta y dos años y acababa de regresar a la casa donde crecí, en un pequeño pueblo de Antioquia. Había pasado más de una década en Medellín, persiguiendo títulos, becas y trabajos que nunca parecían suficientes para mis padres. Mi infancia fue una sucesión de cuadernos llenos, tareas interminables y la constante sensación de que el cariño dependía de mis logros. Nunca hubo tiempo para jugar a la cuerda con las vecinas ni para correr descalza por el campo. Mi papá, don Ernesto, repetía: “Aquí nadie se va a quedar bruto. El estudio es lo único que te salva”.

Pero ese día, sentada frente a mi madre, sentí que todo ese esfuerzo no había servido para nada. Había vuelto porque necesitaba un hogar, un lugar donde dejar de correr. Había comprado una pequeña casa cerca del río, con el dinero ahorrado tras años de sacrificio. Pensé que al regresar a mis raíces encontraría la paz que tanto anhelaba. Pero la alegría me duró poco.

—Mamá, no quiero hablar de eso ahora —le respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta—. Solo quiero estar tranquila.

Ella me miró con esos ojos duros que siempre parecían juzgarme. —Tranquila… ¿Y qué vas a hacer aquí? ¿Vas a desperdiciar todo lo que lograste en la ciudad?

No supe qué contestar. Afuera, los gallos cantaban y el olor a tierra mojada me recordaba los pocos momentos felices de mi niñez: cuando mi abuela Rosalía me enseñaba a hacer arepas o cuando mi primo Julián y yo nos escondíamos en el cafetal para evitar las clases de matemáticas.

Pero esos recuerdos eran escasos. La mayoría estaban teñidos por el miedo a fallar, a decepcionar a mis padres. Y ahora que había vuelto, sentía que ese miedo seguía ahí, como una sombra pegada a mi espalda.

Esa noche, mientras acomodaba mis cosas en la nueva casa, Julián vino a visitarme. Había cambiado mucho; su rostro estaba curtido por el sol y sus manos ásperas del trabajo en el campo.

—Prima, ¿de verdad piensas quedarte? —me preguntó mientras se sentaba en una silla desvencijada.

—Sí —le respondí—. Estoy cansada de correr detrás de algo que nunca llega. Quiero empezar de nuevo aquí.

Julián sonrió con tristeza. —No es fácil volver. La gente no olvida y menos perdona. Aquí todos piensan que los que se van se creen mejores.

Sentí un nudo en la garganta. Sabía que muchos en el pueblo murmuraban sobre mí: “La doctora Lucía”, decían con ironía. Algunos me miraban con recelo, otros con envidia. Nadie parecía alegrarse realmente por mi regreso.

Los días pasaron y traté de adaptarme. Empecé a dar clases gratuitas a los niños del pueblo, esperando ganarme su confianza y la de sus padres. Pero las madres me miraban con desconfianza.

—¿Y usted qué va a saber de nuestras vidas? —me dijo doña Marta una tarde—. Aquí no todo es estudiar. Aquí hay que trabajar desde chiquitos.

Me dolió escuchar eso porque era cierto. Yo misma había sentido esa presión toda mi vida. Pero también sabía que el estudio podía abrir puertas.

Un día, mi padre vino a verme. No traía regalos ni palabras amables, solo reproches.

—¿Para esto te mataste estudiando? ¿Para volver aquí como si nada? —me dijo sin mirarme a los ojos—. Yo esperaba más de ti.

Sentí que todo el peso de mi infancia caía sobre mí otra vez. Quise gritarle que nunca me dejó ser niña, que me robó los juegos y las risas por un futuro que ahora parecía vacío.

—Papá, yo solo quiero ser feliz —le dije al borde del llanto—. ¿Eso no te basta?

Él se quedó callado un momento y luego se fue sin despedirse.

Esa noche lloré como no lo hacía desde niña. Me pregunté si alguna vez podría perdonarles por lo que me hicieron o si estaba condenada a vivir con ese resentimiento para siempre.

Poco a poco, empecé a encontrar pequeñas alegrías: el canto de los pájaros al amanecer, el olor del café recién hecho, las sonrisas tímidas de los niños cuando les contaba historias. Pero el dolor seguía ahí, recordándome que la felicidad no se construye solo con ladrillos y recuerdos.

Un domingo, mientras caminaba por el río con Julián, le confesé mi miedo:

—A veces siento que nunca voy a sanar del todo —le dije—. Que por más que trate de empezar de nuevo, siempre voy a cargar con lo que viví.

Él me abrazó fuerte y me dijo:

—Sanar toma tiempo, Lucía. Pero al menos ahora tienes un lugar donde intentarlo.

Hoy sigo aquí, luchando cada día por reconciliarme con mi pasado y construir un futuro diferente. A veces me pregunto si realmente podemos perdonar a quienes nos hirieron o si solo aprendemos a vivir con las cicatrices.

¿Ustedes creen que es posible dejar atrás el resentimiento? ¿O estamos destinados a cargarlo siempre como una sombra?