Después del infarto: El viaje de regreso a mamá
—¿Por qué no contestas el teléfono, Andrés? ¡Es tu mamá! —La voz de mi hermana Lucía retumbó en el altavoz, quebrada por el llanto y la urgencia.
Eran las seis de la mañana en Monterrey y yo apenas había dormido dos horas. Mi hija Valeria tenía fiebre y mi esposa, Mariana, se había quedado dormida en el sofá. El celular vibraba sin parar. Cuando finalmente contesté, sentí que el mundo se me venía encima: “Mamá está en el hospital. Le dio un infarto cerebral. No sabemos si va a despertar”.
Me quedé mudo. El reloj marcaba las seis y cinco. Afuera, la ciudad apenas despertaba, pero dentro de mí todo se detuvo. Mi madre, Carmen, siempre fue la roca de la familia. La que vendía tamales en la esquina para pagarme la universidad, la que nunca se quejó cuando papá nos dejó por otra familia en Veracruz. ¿Cómo podía estar tan lejos ahora que más me necesitaba?
—Andrés, tienes que venir. No sé qué hacer —insistió Lucía entre sollozos.
Miré a Mariana, que ya estaba despierta y me observaba con ojos cansados pero comprensivos. —Ve —me dijo—. Aquí nos arreglamos.
Empaqué una mochila con lo básico y salí rumbo a la central de autobuses. Mientras el camión avanzaba por la carretera rumbo a Torreón, mi mente era un torbellino de recuerdos y culpas. Recordé cuando tenía 12 años y mamá me llevó al hospital con fiebre altísima, cargándome en brazos porque no teníamos dinero para un taxi. Recordé sus manos ásperas por lavar ropa ajena y su risa fuerte cuando bailaba cumbia en las fiestas del barrio.
Pero también recordé las veces que le colgué el teléfono porque estaba ocupado con el trabajo, o cuando preferí irme de vacaciones con mi familia en vez de visitarla en Navidad. ¿En qué momento me volví ese hijo lejano?
El camión avanzaba lento, como si el tiempo se burlara de mi prisa. Cada mensaje de Lucía era una punzada: “No reacciona”, “El doctor dice que hay que esperar”, “¿Dónde estás?”.
Llegué al hospital al anochecer. El olor a desinfectante y el murmullo de las enfermeras me golpearon como una bofetada. Lucía me abrazó fuerte, temblando. —No ha despertado —susurró—. Los doctores dicen que si pasa la noche, hay esperanza.
Entré a la habitación y vi a mamá conectada a máquinas, tan frágil y pequeña que apenas la reconocí. Me senté junto a su cama y tomé su mano fría.
—Mamá… soy yo, Andrés… —mi voz se quebró—. Perdóname por no estar antes… por no llamarte más seguido…
Las horas pasaron lentas. Lucía dormía en una silla incómoda mientras yo repasaba cada decisión que me había alejado de mamá: el trabajo, la familia, la rutina. ¿Era justo dejar todo por ella ahora? ¿Y si Mariana me necesitaba? ¿Y si Valeria empeoraba?
En medio de la noche, escuché un suspiro leve. Mamá movió los dedos y abrió los ojos apenas un poco.
—Andrés…
—Aquí estoy, mamá —le respondí apretando su mano—. No te vayas…
Una lágrima rodó por su mejilla. Intentó sonreír.
—Siempre supe… que vendrías…
Lloré como niño. Sentí que todo el peso de los años caía sobre mí: los sacrificios de mamá, mis ausencias, las palabras no dichas.
Al día siguiente, los doctores dijeron que había posibilidades de recuperación, pero necesitaría terapia y cuidados constantes. Lucía y yo discutimos qué hacer.
—Yo no puedo dejar mi trabajo —dijo ella—. Y tú tienes tu familia allá…
Me sentí atrapado entre dos mundos: el hijo responsable y el padre presente. Mariana me llamó esa tarde.
—¿Cómo está tu mamá?
—Va a necesitarme aquí unas semanas… quizá meses.
—Haz lo que tengas que hacer —me dijo—. Valeria está mejorando y aquí te esperamos.
La decisión no fue fácil. Dejé mi vida en pausa para cuidar a mamá: bañarla, darle de comer, acompañarla a terapia. Aprendí a cambiar pañales otra vez, a tener paciencia cuando se frustraba por no poder hablar bien.
Una tarde, mientras le leía su novela favorita, me miró con esos ojos llenos de vida:
—¿Te acuerdas cuando te llevé cargando al hospital?
Asentí, conteniendo las lágrimas.
—Ahora tú me cargas a mí… así es la vida, mijo.
Pasaron los meses y mamá mejoró poco a poco. Volví a Monterrey con una nueva perspectiva sobre lo que significa ser hijo y padre.
Hoy, cada vez que llamo a mamá o abrazo a Valeria, pienso en todo lo que dejamos pendiente por las prisas del día a día.
¿Hasta dónde somos capaces de llegar por quienes nos dieron todo? ¿Cuántas veces dejamos para después lo más importante? Ojalá nunca tengamos que esperar una tragedia para recordar lo esencial.