Entre el amor y la justicia: La historia de una familia rota y la lucha por un hogar
—¡No voy a dejar que te lleves lo que es nuestro, Ivana!— gritó doña Rosa desde el otro lado de la puerta, mientras yo sostenía en mis manos las llaves del departamento que tanto habíamos soñado con Ante.
Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. Era la primera vez que me enfrentaba así a mi suegra, pero después de todo lo que había pasado, ya no podía más. Había llegado a ese punto donde el miedo se transforma en rabia y la rabia en determinación.
Todo comenzó hace siete años, en un barrio popular de Córdoba, Argentina. Yo era una joven maestra recién recibida, llena de ilusiones y ganas de cambiar el mundo. Conocí a Ante en una peña folclórica; él era ese tipo de hombre que te mira como si fueras la única persona en el lugar. Nos enamoramos rápido, con esa intensidad que solo se siente una vez en la vida. A los pocos meses, ya estábamos planeando mudarnos juntos.
El departamento era pequeño, pero tenía una luz hermosa por las mañanas. Era propiedad de la familia de Ante, aunque él siempre me dijo que su mamá, doña Rosa, nos lo cedería cuando nos casáramos. Yo confié en su palabra, porque así se hace en las familias: uno confía.
Pero doña Rosa nunca me quiso. Decía que yo era una interesada, que solo buscaba aprovecharme de su hijo. «Vos venís de familia pobre, Ivana. No sabés lo que es cuidar lo que uno tiene», me repetía cada vez que podía. Ante intentaba mediar, pero siempre terminaba cediendo ante su madre.
El día de nuestra boda, doña Rosa ni siquiera me miró a los ojos. Recuerdo haber llorado en el baño del salón mientras mi hermana Lucía me decía: «No le des bola, Ivana. Vos y Ante se aman, eso es lo importante». Pero yo ya sentía esa sombra sobre nosotros.
Cuando finalmente nos mudamos al departamento, todo parecía mejorar. Pintamos las paredes juntos, compramos muebles usados y hasta adoptamos un perrito callejero al que llamamos Cholo. Por primera vez sentí que tenía un hogar propio.
Pero la felicidad duró poco. Un día recibí una carta documento: doña Rosa reclamaba la propiedad del departamento y nos daba treinta días para desalojar. Decía que nunca nos lo había cedido y que yo había manipulado a su hijo para quedarme con lo suyo.
Ante se quebró. Lo vi llorar como nunca antes. «No sé qué hacer, Ivana. Es mi mamá… pero también sos vos», me dijo entre sollozos. Yo sentí que el piso se abría bajo mis pies.
Comenzó entonces una pesadilla judicial. Doña Rosa contrató a un abogado famoso del barrio, don Ramiro, conocido por no tener escrúpulos. Nos acusaron de falsificar papeles, de mentir sobre nuestra relación y hasta de robarle dinero a la familia. Mis padres tuvieron que vender su auto para ayudarme a pagar un abogado.
Las audiencias eran interminables. Doña Rosa llegaba siempre con su rosario en la mano y una mirada fría como el invierno pampeano. Yo me sentía sola, incluso cuando Ante estaba a mi lado. La presión fue tanta que empezamos a discutir por cualquier cosa: por la comida, por el dinero, por Cholo…
Una noche, después de una pelea especialmente dura, Ante se fue a dormir a casa de su madre. No volvió durante semanas. Me quedé sola en ese departamento vacío, escuchando el eco de nuestros sueños rotos.
La gente del barrio empezó a hablar. «Pobre Ivana, se metió con la familia equivocada», decían algunos. Otros me miraban con desconfianza, como si realmente fuera una ladrona. Perdí amigas, perdí alumnos; hasta mi hermana Lucía empezó a distanciarse porque no soportaba verme sufrir.
El juicio duró casi dos años. En ese tiempo aprendí lo peor y lo mejor de las personas: algunos vecinos me traían comida o me acompañaban al tribunal; otros cruzaban la calle para no saludarme.
El día del veredicto llegué temblando al juzgado. Ante estaba ahí, pero ya no era el mismo hombre del que me enamoré; sus ojos estaban apagados y evitaba mirarme. El juez falló a favor de doña Rosa: teníamos que desalojar el departamento en quince días.
Sentí una mezcla de rabia y alivio. Rabia porque todo mi esfuerzo había sido en vano; alivio porque al fin terminaba esa tortura. Cuando salimos del juzgado, Ante intentó abrazarme pero yo lo aparté.
—¿Por qué no luchaste por nosotros?— le pregunté con la voz rota.
Él bajó la cabeza y murmuró: —No pude elegir entre vos y mi mamá… Perdón.
Esa fue la última vez que lo vi.
Hoy vivo en un pequeño departamento alquilado en las afueras de Córdoba. Trabajo mucho más para poder pagar las cuentas y ayudar a mis padres. Cholo sigue conmigo; es mi único testigo de todo lo vivido.
A veces me pregunto si valió la pena tanto dolor por un lugar al que llamé hogar solo por un tiempo. ¿Por qué las familias pueden destruirse por algo tan material? ¿Cuántas mujeres como yo han perdido todo por confiar demasiado?
¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre el amor y la justicia? ¿Hasta dónde llegarían para defender lo poco que tienen?