Nunca es tarde para volver a empezar
—¿Mamá, de verdad estás loca? —La voz de Mariana retumbó en la cocina, cortando el aire como un machete. Sentí el golpe en el estómago, como si me hubieran vaciado los pulmones. Seguí pelando las papas, las manos temblorosas, mientras la cáscara caía al suelo y se mezclaba con mis lágrimas.
No respondí. ¿Qué podía decirle? ¿Que sí, que tal vez estaba loca por querer algo más a mis cincuenta y dos años? ¿Que después de treinta años de matrimonio y una vida entera dedicada a otros, por fin quería pensar en mí? Mariana me miraba con esos ojos oscuros, llenos de rabia y miedo. Era mi hija, mi orgullo, mi razón de ser… y ahora mi mayor juez.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Irte así nada más? ¿Dejar a papá solo? ¿Abandonar la casa? —insistió, la voz quebrada.
Me mordí el labio para no gritarle que yo también tenía miedo. Que no era fácil dejar atrás todo lo que conocía: la casa donde crecí, el pueblo donde todos saben tu nombre y tu historia, donde los chismes vuelan más rápido que el viento caliente de mayo en Zacatecas. Pero ya no podía seguir fingiendo que era feliz.
Mi esposo, Ernesto, entró en ese momento. Me miró con esa mezcla de cansancio y resignación que se había vuelto su expresión habitual. —¿Otra vez con tus ideas raras, Lidia? —dijo sin levantar la voz, pero con esa frialdad que duele más que un grito.
—No son ideas raras —susurré—. Solo quiero…
—¿Qué quieres? —me interrumpió Mariana—. ¿Irte con ese grupo de mujeres del taller? ¿Ponerte a pintar como si tuvieras veinte años?
Sentí la vergüenza arderme en la cara. Desde hacía meses asistía a un taller de arte en la Casa de Cultura del pueblo. Ahí conocí a otras mujeres como yo: cansadas, invisibles, pero llenas de sueños guardados bajo llave. Con ellas aprendí a mezclar colores y a hablar de cosas que nunca me atreví a decir en casa.
—No es solo pintar —dije al fin—. Es sentirme viva otra vez.
Ernesto bufó y salió del cuarto. Mariana se quedó mirándome como si no me reconociera. —¿Y yo qué? ¿No piensas en mí?
La pregunta me partió el alma. Siempre pensé en ella. Por ella aguanté humillaciones, silencios eternos, domingos de misa fingiendo sonrisas. Por ella cociné, limpié, trabajé en la tienda del pueblo hasta dejarme la espalda. Pero ahora… ahora necesitaba pensar en mí.
Esa noche no dormí. Escuché los grillos afuera y el murmullo lejano del tren que pasa cada madrugada. Pensé en mi madre, en cómo me enseñó a callar y aguantar. Pensé en mi abuela, que murió sin conocer el mar porque «eso no era para mujeres decentes». Pensé en todas las veces que me tragué las ganas de llorar para no preocupar a nadie.
Al amanecer, preparé café y me senté frente a la ventana. El sol apenas asomaba entre los cerros. Sentí una paz extraña, como si por fin pudiera respirar después de años bajo el agua.
Mariana bajó las escaleras arrastrando los pies. Se sentó frente a mí sin decir palabra. El silencio era pesado, lleno de reproches no dichos.
—¿Te vas a ir hoy? —preguntó al fin.
Asentí con la cabeza. Había conseguido un cuarto pequeño en la casa de Doña Rosa, cerca del mercado. No era mucho, pero era mío.
—¿Y si te arrepientes? —susurró Mariana.
—Tal vez me arrepienta —admití—. Pero prefiero arrepentirme de intentarlo que seguir muriendo despacio aquí.
Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. Quise abrazarla, decirle que todo estaría bien, pero sabía que necesitaba su espacio para odiarme un poco.
Salí con una maleta vieja y una bolsa llena de pinceles y cuadernos. Caminé por las calles polvorientas del pueblo sintiendo las miradas clavadas en mi espalda. Escuché los susurros: «Ahí va Lidia, la esposa de Ernesto…», «¿A dónde irá esa mujer sola?», «Seguro se volvió loca».
En la casa de Doña Rosa me recibió un olor a café recién hecho y pan dulce. Me instalé en el cuartito con una ventana diminuta desde donde podía ver el cielo azul intenso.
Las primeras noches fueron duras. Lloré mucho, extrañando hasta los silencios incómodos de mi casa. Dudé mil veces si había hecho lo correcto. Pero cada mañana me levantaba y pintaba: paisajes del campo, retratos imaginarios de mujeres libres, colores que nunca me atreví a usar antes.
Poco a poco otras mujeres del pueblo empezaron a visitarme. Algunas traían historias parecidas: esposos ausentes, hijos ingratos, sueños postergados por años. Compartíamos café y confidencias entre risas y lágrimas.
Un día Mariana vino a verme. No tocó la puerta; simplemente entró y se sentó en mi cama.
—Papá está furioso —me dijo—. Dice que eres una egoísta.
Me dolió escuchar eso, pero ya no sentí culpa. Sabía que Ernesto nunca entendería mi decisión; él creía que las mujeres nacen para servir y callar.
—¿Y tú qué piensas? —le pregunté.
Mariana bajó la mirada.—No sé… Me da miedo verte sola… Pero también te veo diferente… más feliz.
La abracé fuerte por primera vez en mucho tiempo. Sentí su corazón latiendo rápido contra mi pecho.
—No quiero perderte —susurró ella.
—Nunca me vas a perder —le prometí—. Solo estoy aprendiendo a ser yo misma.
Con el tiempo, Mariana empezó a acompañarme al taller de arte los sábados. Pintábamos juntas y hablábamos como nunca antes lo habíamos hecho. Mi relación con Ernesto nunca se recuperó del todo; él siguió su vida amargado y solo. Pero yo aprendí a perdonarlo y a perdonarme por tantos años perdidos.
Hoy miro atrás y sé que fue la decisión más difícil y valiente de mi vida. No fue fácil enfrentar el juicio del pueblo ni el rechazo de mi propia hija. Pero descubrí que nunca es tarde para volver a empezar, para buscar tu propia voz aunque tiemble al principio.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven calladas por miedo al qué dirán? ¿Cuántas se atreven a romper el silencio? ¿Y tú… te animarías a empezar de nuevo si supieras que aún puedes ser feliz?