La familia perfecta no existe

—No puedo, Krystian, de verdad que no puedo —dije, deteniéndome en seco frente a la reja oxidada del edificio. El sol de la tarde caía a plomo sobre la Ciudad de México, y el sudor me corría por la espalda, pero lo que me helaba era el miedo.

—¿De qué tienes miedo, Sofía? ¿De mis papás? —me preguntó él, apretando mi mano con fuerza, como si pudiera transmitirme su seguridad a través de la piel.

—De no gustarles. De que piensen que no soy suficiente para ti —admití en voz baja, bajando la mirada para evitar sus ojos. Sabía que él venía de una familia distinta a la mía: ellos vivían en la colonia Del Valle, en un departamento con portero y elevador; yo venía de Iztapalapa, donde las casas se construyen con esfuerzo y los vecinos se conocen de toda la vida.

Krystian sonrió, esa sonrisa suya que siempre me hacía sentir que todo era posible.

—No te preocupes. Yo te amo, no ellos. Ven —me jaló suavemente hacia la puerta.

Subimos en silencio por las escaleras alfombradas. El olor a café recién hecho y pan dulce flotaba en el aire. Cuando llegamos al departamento 302, Krystian tocó el timbre y escuché pasos apresurados del otro lado.

La puerta se abrió y apareció su mamá, la señora Teresa, impecable con su blusa blanca y su cabello recogido. Me miró de arriba abajo antes de sonreír apenas.

—Hola, hijo. ¿Y ella es…?

—Mamá, te presento a Sofía —dijo Krystian con orgullo.

—Mucho gusto —dije, extendiendo la mano. Ella dudó un segundo antes de tomarla.

—Pasa, hija —dijo finalmente, pero su tono era frío como el mármol.

El papá de Krystian estaba sentado en el comedor leyendo el periódico. Levantó la vista y asintió sin decir palabra. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.

Durante la cena, la señora Teresa me hizo preguntas como si estuviera llenando un formulario:

—¿A qué se dedican tus padres? ¿Tienes hermanos? ¿Dónde estudiaste?

Sentí cómo cada respuesta mía era evaluada y juzgada. Cuando mencioné que mi mamá era enfermera y mi papá chofer de microbús, vi cómo sus labios se apretaron aún más.

Después de cenar, Krystian me llevó al balcón.

—Lo siento —susurró—. Sé que pueden ser duros, pero dame tiempo para que te conozcan.

Asentí, aunque por dentro sentía que nunca sería suficiente para ellos.

Pasaron los meses y cada visita era igual: miradas frías, comentarios pasivo-agresivos sobre mis modales o mi ropa. Una vez escuché a la señora Teresa decirle a Krystian:

—Tú mereces algo mejor. Alguien de tu nivel.

Esa noche lloré en silencio en mi cuarto, preguntándome si debía dejarlo ir para no causarle problemas con su familia.

Pero Krystian insistía:

—No me importa lo que digan. Yo te elijo a ti.

Un día, mientras ayudaba a la señora Teresa a lavar los platos después de una comida familiar, ella me miró fijamente y dijo:

—Mira, Sofía. No tengo nada contra ti personalmente. Pero tienes que entender que Krystian ha trabajado mucho para estar donde está. No quiero que nada ni nadie lo desvíe de su camino.

Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle que yo también tenía sueños, que no era una carga ni una amenaza. Pero solo pude decir:

—Yo también quiero lo mejor para él.

Esa noche le conté todo a mi mamá mientras cenábamos sopa de fideo en nuestra cocina pequeña.

—¿Y tú qué quieres, hija? —me preguntó ella—. ¿Quieres seguir luchando por alguien que no te defiende frente a su familia?

No supe qué responderle.

Las cosas empeoraron cuando Krystian consiguió un trabajo importante en una empresa internacional. Su familia organizó una fiesta para celebrarlo e invitaron a todos sus amigos y parientes. Yo fui con un vestido sencillo azul marino y unos zapatos prestados por mi prima.

En medio de la fiesta, escuché a una tía decir:

—¿Esa es la novia? Ay, pues sí se ve buena gente… pero como que no encaja aquí, ¿no?

Me sentí invisible. Busqué a Krystian con la mirada y lo vi riendo con sus primos, ajeno a mi incomodidad.

Salí al jardín para tomar aire y me encontré con su hermana menor, Mariana.

—No les hagas caso —me dijo Mariana—. Mi familia siempre ha sido así. Pero Krystian te quiere mucho. Solo… no cambies por ellos.

Sus palabras me dieron algo de consuelo, pero también me hicieron pensar: ¿cuánto estaba dispuesta a soportar solo por amor?

Unos días después, Krystian me propuso irnos a vivir juntos. Yo dudé; sentía que si aceptaba, sería como rendirme ante su familia y demostrarles que podían tener razón sobre mí.

—¿Por qué dudas? —me preguntó él una noche mientras caminábamos por el Parque México.

—Porque siento que nunca voy a encajar con tu familia. Y no quiero que eso termine separándonos —le respondí con honestidad.

Krystian me abrazó fuerte.

—Mi familia no es perfecta. Nadie lo es. Pero yo quiero construir algo contigo, lejos de los prejuicios y las expectativas de los demás.

Acepté irme a vivir con él. Al principio fue difícil: llamadas constantes de su mamá preguntando si ya había cocinado o si tenía trabajo; comentarios sobre cómo debía vestirme o comportarme en reuniones familiares.

Pero poco a poco fui encontrando mi lugar. Conseguí un trabajo como maestra en una primaria pública y empecé a sentirme orgullosa de quién era y de dónde venía.

Un día invité a mi familia a cenar en nuestro departamento nuevo. Mi mamá llevó mole hecho en casa y mi papá llegó con flores para mí. Verlos ahí, sentados junto a Krystian, riendo y compartiendo historias, me hizo darme cuenta de que la perfección no existe; solo existen las familias reales, con sus defectos y virtudes.

Con el tiempo, la señora Teresa empezó a llamarme «hija» y el señor Enrique me ofreció consejos sobre finanzas personales. No fue fácil ni rápido; hubo lágrimas, discusiones y silencios incómodos. Pero aprendimos a aceptarnos poco a poco.

Ahora sé que pertenecer no significa renunciar a uno mismo ni cambiar para agradar a otros. Significa ser valiente para mostrar quién eres realmente y esperar que los demás hagan lo mismo.

A veces me pregunto: ¿cuántas personas han dejado atrás sus sueños o su identidad solo por encajar en una familia «perfecta»? ¿Vale la pena perderse por intentar ser aceptado? ¿Ustedes qué harían?