Entre el amor y el cansancio: La historia de cuidar a mi madre

—¡Mamá, por favor, no te levantes sola! —grité desde la cocina, dejando caer la cuchara en el fregadero. El sonido metálico retumbó en el pequeño apartamento de Ciudad de México, donde el tráfico y los gritos de los vendedores ambulantes se colaban por la ventana. Corrí al cuarto y la vi, temblorosa, aferrada al bastón, con los ojos llenos de miedo y orgullo.

—No soy una carga, hija —susurró mi madre, doña Carmen, con la voz quebrada—. Solo quería ir al baño.

Me arrodillé a su lado, sintiendo una mezcla de ternura y rabia. ¿Por qué tenía que ser tan terca? ¿Por qué yo tenía que ser la fuerte ahora? Hace apenas seis meses, mi vida era otra: trabajaba como contadora en una oficina del centro, salía con mis amigas los viernes y los domingos iba a ver a mi mamá a su casa en Iztapalapa. Pero después del infarto, los doctores dijeron que no podía vivir sola. No había opción: la traje a vivir conmigo.

Al principio pensé que sería temporal. Que se recuperaría. Que podríamos volver a la normalidad. Pero la normalidad se fue desvaneciendo con cada noche de insomnio, con cada medicamento que olvidaba darle, con cada discusión con mi hermano Luis, que vive en Monterrey y solo llama para preguntar si todo está bien.

—¿Por qué no contratas a alguien que te ayude? —me dijo Luis por teléfono una noche—. Yo te mando dinero.

—No es cuestión de dinero —le respondí, conteniendo las lágrimas—. Es cuestión de tiempo, de paciencia… de amor. ¿O crees que esto se resuelve con pesos?

Luis guardó silencio. Siempre ha sido así: práctico, distante. Yo soy la hija soltera, la que «tiene tiempo» para cuidar a mamá. Pero nadie ve lo que implica: dejar mi trabajo a medio tiempo, renunciar a mis salidas, ver cómo mi relación con Daniel, mi novio desde hace tres años, se va desmoronando porque ya no tengo energía ni para una cena juntos.

Una tarde lluviosa, mientras intentaba convencer a mamá de que comiera su sopa de verduras, exploté:

—¡Ya no puedo más! —grité—. ¡No puedo hacerlo todo sola!

Mamá me miró con esos ojos grandes y cansados. No dijo nada. Solo dejó caer la cuchara y se quedó mirando la lluvia tras la ventana. Sentí una punzada de culpa tan fuerte que tuve que salir corriendo al baño para llorar en silencio.

Esa noche soñé con mi infancia: mamá peinándome antes de ir a la escuela, preparándome chilaquiles los domingos, riendo juntas en el mercado. ¿En qué momento cambiaron los papeles? ¿Cuándo dejé de ser la hija para convertirme en su cuidadora?

Los días se volvieron rutina: levantarme antes del amanecer para bañarla, preparar su desayuno sin sal, limpiar sus medicinas organizadas en cajas de colores. A veces me sentaba frente al televisor sin ver nada, solo escuchando su respiración desde el cuarto contiguo.

Una tarde llegó Daniel con flores. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Te extraño… extraño a la mujer alegre que eras.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle este cansancio que no se va ni con diez horas de sueño? ¿Cómo pedirle paciencia cuando yo misma estoy al borde del colapso?

Esa noche discutimos. Daniel me pidió que pensara en nosotras, en nuestro futuro.

—¿Y si esto dura años? —me preguntó—. ¿Y si nunca vuelve a ser independiente?

No tenía respuestas. Solo lágrimas.

A veces pienso en dejarlo todo: buscar una residencia para mamá, recuperar mi vida. Pero luego la veo dormida, tan frágil y pequeña en esa cama enorme, y recuerdo todo lo que hizo por mí. ¿Cómo abandonarla ahora?

La familia opina desde lejos: mis tías sugieren remedios milagrosos; mis primas me mandan mensajes de ánimo; Luis sigue enviando dinero y excusas.

Un día, mientras ayudaba a mamá a vestirse, ella me tomó la mano y me miró fijamente:

—Perdóname por quitarte tu vida —me dijo—. Si pudiera caminar sola, lo haría…

Me quebré por dentro. La abracé fuerte y lloramos juntas. En ese momento entendí que ambas estábamos atrapadas: ella en su cuerpo enfermo; yo en mis responsabilidades.

Empecé a buscar ayuda: grupos de apoyo en Facebook, talleres para cuidadores en el DIF local. Descubrí que no estaba sola; que muchas hijas e hijos en México y toda Latinoamérica viven lo mismo: el peso invisible del cuidado familiar.

Un sábado por la tarde invité a Luis a una videollamada familiar. Le pedí que hablara más seguido con mamá, aunque fuera por teléfono; que no todo era cuestión de dinero.

—Tienes razón —me dijo—. Voy a intentarlo…

No fue fácil, pero poco a poco empecé a delegar pequeñas tareas: una vecina nos ayuda con las compras; Daniel viene los domingos y cocina para todos; mamá asiste a un grupo de adultos mayores por Zoom.

A veces sigo sintiendo culpa cuando deseo un día libre o cuando sueño con viajar lejos. Pero también aprendí a reconocer mis límites y pedir ayuda sin vergüenza.

Hoy escribo esto mientras mamá duerme la siesta y Daniel lee un libro junto a mí. La vida no es perfecta ni fácil, pero he encontrado momentos de paz entre el caos.

¿Hasta dónde llega el deber filial? ¿Cuándo es justo pensar en uno mismo sin sentirse egoísta? Me gustaría saber si ustedes también han sentido este peso… o este amor tan contradictorio.