El día que el autobús se detuvo
—¡Chingada madre, otra vez este tráfico! —gritó el señor de la camisa azul, apretando el tubo del autobús con los nudillos blancos. Yo apenas podía respirar; el sudor de todos se mezclaba con el vapor de las ventanas, y la ciudad rugía afuera como un animal herido.
Era martes, y como cada mañana, me subí al Ruta 1 en la esquina de Tlalpan con mi mochila colgando y la cabeza llena de pendientes: la renta, el trabajo, la llamada que no hice a mi mamá. Pero hoy algo era distinto. El autobús frenó de golpe en medio de la avenida Insurgentes. Un murmullo recorrió el pasillo: algunos insultaban, otros pegaban la frente al vidrio empañado intentando ver qué pasaba.
La señora Marta, la cobradora, se abrió paso entre los cuerpos apretados y abrió la puerta del conductor. Se quedó helada, como si hubiera visto un fantasma. Yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Afuera, una multitud se agolpaba alrededor de algo que no alcanzábamos a ver.
—¿Qué pasa? —preguntó una joven con uniforme de enfermera.
—Parece que atropellaron a alguien —respondió un señor con voz ronca.
El silencio cayó como una losa. Todos miramos a Marta, esperando una respuesta, una orden, algo. Pero ella solo murmuró:
—No puedo creerlo…
En ese instante, mi celular vibró. Era mi hermana Lucía. Dudé en contestar, pero algo en mi pecho me apretó fuerte. Deslicé el dedo y escuché su voz temblorosa:
—Ana… ¿dónde estás? Mamá está muy mal, tienes que venir al hospital.
Sentí que el mundo se partía en dos. El bullicio del autobús se volvió un eco lejano. Mi madre… otra vez enferma. Otra vez yo sin estar ahí.
—No puedo salir del autobús —le dije, con la voz quebrada—. Hubo un accidente…
Lucía sollozaba al otro lado de la línea. Recordé la última vez que vi a mamá: estaba sentada en la mesa de la cocina, pelando naranjas para el jugo, con las manos temblorosas pero la mirada firme.
—No te preocupes por mí, hija —me dijo entonces—. Tú tienes tu vida.
Pero yo sabía que era mentira. Que ella siempre esperaba que volviera, que no me olvidara de dónde venía.
El conductor bajó del autobús y desapareció entre la multitud. Algunos pasajeros comenzaron a impacientarse.
—¡Ya bájenos! ¡Tengo que llegar al trabajo! —gritó una señora con tacones rojos.
Yo solo pensaba en mamá. En cómo siempre postergaba verla por culpa del trabajo, del cansancio, del miedo a enfrentar lo que no quería aceptar: que ella se estaba apagando y yo no podía hacer nada para detenerlo.
Un niño empezó a llorar. Su madre lo abrazó fuerte y le susurró al oído:
—Todo va a estar bien, mi amor.
Pero yo sabía que no siempre todo está bien. Que a veces la vida se detiene sin avisar, como ese autobús en medio de Insurgentes.
Marta regresó pálida y nos dijo:
—No podemos avanzar. La policía ya viene…
Algunos pasajeros comenzaron a bajar por la puerta trasera, esquivando los autos y las miradas curiosas de los transeúntes. Yo me quedé sentada, paralizada por el miedo y la culpa.
Recordé cuando papá nos dejó. Mamá lloraba en silencio por las noches y yo me hacía la dormida para no escucharla. Lucía era pequeña y no entendía nada; yo tenía que ser fuerte por las dos. Pero nunca supe cómo hacerlo.
El tiempo pasó y aprendí a sobrevivir: trabajos mal pagados, departamentos compartidos, sueños postergados. Pero siempre volvía a casa los domingos, aunque fuera solo para pelear con mamá por tonterías: que si no comía bien, que si no llamaba suficiente, que si me olvidaba de mis raíces.
Ahora todo eso parecía tan lejano e inútil.
El policía llegó y nos ordenó desalojar el autobús. Caminé entre los autos detenidos, sintiendo las miradas ajenas clavadas en mi espalda. El sol caía a plomo sobre la ciudad y yo solo quería desaparecer.
Llamé a Lucía:
—Voy para allá —le dije—. No sé cuánto tarde…
Corrí hacia el metro, esquivando vendedores ambulantes y mendigos dormidos en las banquetas. La ciudad era un monstruo hambriento que no perdonaba debilidades.
En el vagón atestado pensé en mamá, en su risa cuando éramos niñas, en sus manos ásperas de tanto lavar ropa ajena para darnos de comer. Pensé en todo lo que nunca le dije: gracias, perdón, te quiero.
Llegué al hospital jadeando. Lucía me esperaba en la entrada con los ojos hinchados de tanto llorar.
—No quiere comer —me dijo—. No quiere ver a nadie… Solo pregunta por ti.
Entré al cuarto y vi a mamá tan pequeña entre las sábanas blancas. Me acerqué y le tomé la mano.
—Aquí estoy, má —susurré—. Perdón por no venir antes…
Ella abrió los ojos y sonrió débilmente.
—Siempre supe que volverías —me dijo—. No importa cuánto tardes… siempre vuelves.
Lloré como nunca antes. Lloré por todo lo perdido, por todo lo callado, por todo lo postergado en nombre de una vida mejor que nunca llegó.
Esa noche me quedé a dormir junto a ella. Afuera la ciudad seguía rugiendo, indiferente a nuestro dolor.
Al día siguiente mamá despertó mejor. Me pidió que le contara cómo era mi vida ahora; le hablé del trabajo en la oficina, de mis sueños rotos y mis pequeñas alegrías cotidianas: el café barato de la esquina, los libros prestados del metro, las risas con mis amigas después del trabajo.
Ella escuchaba en silencio y luego me dijo:
—No te olvides nunca de quién eres ni de dónde vienes. La vida es dura allá afuera, pero aquí siempre tendrás un lugar.
La abracé fuerte y sentí que algo dentro de mí sanaba un poco.
Esa tarde salí del hospital sintiéndome más ligera. Caminé por las calles llenas de vendedores ambulantes y niños jugando fútbol entre los autos estacionados. La ciudad seguía siendo caótica y cruel, pero también estaba llena de vida y esperanza.
A veces pienso en ese día en el autobús detenido y me pregunto: ¿cuántas veces dejamos pasar lo importante por miedo o por costumbre? ¿Cuántas veces necesitamos que la vida se detenga para recordar lo que realmente importa?
¿Y ustedes? ¿Qué harían si hoy la vida los obligara a detenerse?