No vengas hoy, mamá: el día que mi hija me cerró la puerta

—Mamá, mejor no vengas hoy…

La voz de Camila temblaba al otro lado del teléfono, pero sus palabras fueron claras como un portazo. Yo ya tenía la bolsa lista, el abrigo puesto y las llaves en la mano. Había preparado mi mejor sonrisa, esa que ahora apenas podía sostener por culpa de la parálisis facial que me dejó el accidente. Pero ella no quería verme. No hoy, no así.

Me quedé parada en el pasillo de mi departamento en San Miguel, con la luz amarilla del foco parpadeando sobre mi cabeza. Afuera, los gritos de los niños jugando fútbol en la calle se mezclaban con el olor a pan recién horneado de la panadería de don Ernesto. Todo seguía igual allá afuera, pero dentro de mí algo se rompía.

—¿Por qué, hija? —pregunté, intentando que no se me quebrara la voz.

—Es que… —dudó—. Es que hoy vienen los papás de Tomás y… bueno, tú sabes cómo son. Mejor descansa, ¿sí? Yo te llamo luego.

El tono era suave, pero la herida fue profunda. Me quedé mirando la puerta cerrada, sintiendo que el mundo se me hacía más pequeño. Recordé cuando Camila era niña y corría a mis brazos después de cada caída, cuando yo era su refugio y su orgullo. ¿En qué momento me convertí en una vergüenza?

La enfermedad llegó hace dos años, después del accidente en el microbús. Un conductor borracho se pasó la luz roja y chocó justo del lado donde yo iba sentada. Desde entonces, mi cara nunca volvió a ser la misma. La mitad quedó rígida, como si una parte de mí se hubiera congelado para siempre. Al principio Camila venía todos los días a verme al hospital, trayendo dibujos de mi nieta Sofi y flores frescas del mercado. Pero con el tiempo, sus visitas se hicieron menos frecuentes. Siempre había una excusa: el trabajo, la niña enferma, el tráfico.

Esa tarde me senté en la cama y miré mis manos temblorosas. Pensé en llamar a mi hermana Lucía en Puebla, pero sabía que solo me diría lo mismo de siempre: «Tienes que ser fuerte, Martita. Los hijos son así, uno les da todo y al final…» No quería escuchar eso otra vez.

El teléfono vibró con un mensaje: «Perdón, má. Te quiero mucho.» Lo leí una y otra vez, buscando consuelo donde solo había distancia.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar por la ventana, viendo cómo las luces de la ciudad titilaban como promesas rotas. Pensé en ir a buscarla al día siguiente, en tocarle la puerta y abrazarla hasta que recordara quién era yo para ella. Pero algo dentro de mí me detuvo. ¿Y si ya no quería verme nunca más?

Al día siguiente fui al mercado como siempre. Doña Rosa me saludó con su sonrisa de siempre: «¿Cómo está hoy, Martita? ¿Y su nietecita?» Sentí un nudo en la garganta.

—Bien, doña Rosa… todos bien —mentí.

Mientras elegía tomates, escuché a dos señoras hablando cerca de mí:

—¿Viste a la hija de Marta? Dicen que ya casi ni va a verla…
—Ay, qué pena. Después de todo lo que hizo por ella…

Sentí sus miradas sobre mi espalda encorvada. Quise desaparecer entre los puestos de frutas y verduras.

Al volver a casa encontré una nota pegada en la puerta: «Mamá, vine pero no estabas. Te dejo comida en el refri. Besos, Camila.» Abrí el refrigerador y vi los tuppers con arroz y pollo desabrido. No era lo mismo que verla sonreírme mientras comíamos juntas.

Esa semana pasé los días entre recuerdos y silencios. Miraba las fotos viejas: Camila en su graduación, Camila con Sofi recién nacida, Camila abrazándome fuerte después del funeral de su papá. ¿Dónde quedó esa cercanía?

El domingo siguiente decidí ir a misa temprano. Me senté sola en la última banca y recé por mi hija, por mi nieta y por mí misma. Al salir, encontré a Tomás —el esposo de Camila— esperándome afuera.

—Doña Marta —me dijo con voz baja—. Camila está… está pasando por mucho estrés en el trabajo. No es personal.

Lo miré directo a los ojos.

—¿Y yo? ¿No cuento? ¿No soy parte de su vida?

Tomás bajó la mirada.

—Ella tiene miedo de que Sofi se asuste…

Sentí rabia y tristeza mezcladas.

—Sofi es una niña inteligente —le respondí—. Sabe quién soy yo.

Me fui sin despedirme.

Esa noche lloré como no lo hacía desde que murió mi esposo. Lloré por mí, por Camila y por todas las madres que alguna vez han sentido este vacío.

Pasaron los días y decidí hacer algo diferente. Me inscribí en un taller de pintura en la Casa de Cultura del barrio. Allí conocí a otras mujeres como yo: Teresa, que perdió a su hijo en Estados Unidos; Gloria, que cuida sola a su nieto porque su hija se fue al norte; Ana María, que lucha contra el cáncer mientras sus hijos apenas le llaman una vez al mes.

Pintar fue como abrir una ventana después de años encerrada. Mis manos temblorosas encontraron consuelo en los colores y las formas. Empecé a reír otra vez, a sentirme viva.

Un día, mientras pintaba un retrato de Sofi con crayones brillantes, Camila apareció en la puerta del taller.

—Mamá… —susurró—. ¿Podemos hablar?

La miré largo rato antes de responder.

—¿Ahora sí quieres verme?

Ella bajó la cabeza.

—Perdón… Es que… no sé cómo manejar esto. Me da miedo que Sofi te vea así y haga preguntas… No quiero que sufra.

Me acerqué despacio y tomé sus manos entre las mías.

—¿Y tú crees que esconderme va a ayudarla? ¿O solo te ayuda a ti?

Camila rompió en llanto.

—No quiero perderte —dijo entre sollozos—. Pero no sé cómo ser fuerte para ti…

La abracé fuerte, sintiendo cómo nuestras heridas se encontraban en ese abrazo torpe pero sincero.

Desde ese día empezamos a reconstruirnos poco a poco. No fue fácil: hubo silencios incómodos, lágrimas y palabras duras. Pero también hubo risas nuevas y tardes enteras pintando juntas con Sofi.

Hoy miro mi reflejo en el espejo: una mujer marcada por la vida pero llena de colores nuevos. Aprendí que el amor propio también se construye cuando quienes más amas te rechazan.

A veces me pregunto: ¿cuántas madres viven este dolor en silencio? ¿Cuántos hijos olvidan todo lo que sus madres hicieron por ellos cuando llega la enfermedad o la vejez? ¿Y si mañana fueras tú quien necesita ser visto más allá de las cicatrices?