¿Por qué debería importarme ahora? La historia de Camila y el hijo dorado

—¿Por qué siempre tiene que ser yo, mamá? —grité, con la voz quebrada y las manos temblando sobre la mesa de la cocina. Mi madre, sentada frente a mí, apenas levantó la mirada. Su rostro, marcado por los años y la enfermedad, seguía siendo el mismo que me miraba con indiferencia cuando era niña.

—Esteban tiene mucho trabajo en la capital, Camila. Tú eres la que está aquí —respondió, como si eso lo explicara todo.

Desde que tengo memoria, Esteban fue el hijo dorado. El niño que sacaba dieces, el que jugaba fútbol en la selección del colegio, el que recibía abrazos y palabras dulces. Yo era la hija que aprendió a cocinar porque nadie más lo hacía, la que se quedaba en casa mientras mi madre iba a las reuniones de padres orgullosa de Esteban. En mi casa en Medellín, los domingos eran para celebrar sus logros y mis silencios.

Recuerdo una tarde lluviosa cuando tenía ocho años. Me caí en el patio y me raspé la rodilla. Corrí llorando a buscar consuelo. Mi madre apenas me miró: “No seas dramática, Camila. Mira cómo Esteban nunca llora por tonterías”. Ese día aprendí a esconder el dolor.

Ahora, veinte años después, mi madre está enferma. El diagnóstico de cáncer llegó como un trueno en medio de la rutina. Esteban llamó desde Bogotá: “Camila, por favor, encárgate tú. Yo mando dinero”. Y así, una vez más, la responsabilidad cayó sobre mis hombros.

Las primeras semanas fueron un infierno. Mi madre se negaba a tomar sus medicinas, se quejaba de todo y me comparaba con Esteban incluso en los detalles más absurdos: “Él nunca me habría dado sopa tan salada”, “Esteban sí sabe cómo hablarle a su madre”.

Una noche, mientras le cambiaba las sábanas empapadas de sudor, no pude más y le pregunté:

—¿Alguna vez te importó lo que yo sentía?

Ella guardó silencio. Por primera vez vi miedo en sus ojos. Pero no respondió. Solo giró la cabeza hacia la pared.

Mi tía Lucía vino a visitarnos y me encontró llorando en el patio trasero.

—Camila, tu mamá siempre fue dura contigo porque veía en ti a tu papá. Sabes que él se fue y nunca volvió…

—Eso no es excusa —le respondí—. Yo también necesitaba una madre.

Los días pasaban y yo sentía cómo el resentimiento crecía dentro de mí como una planta venenosa. A veces pensaba en dejarla sola, irme lejos como hizo mi papá. Pero algo me detenía: tal vez era culpa, tal vez era amor mal entendido.

Esteban llamaba cada semana. Su voz era siempre alegre y superficial:

—¿Cómo sigue mamá? ¿Necesitas algo? Recuerda que te transfiero el dinero mañana.

Yo quería gritarle: “¡Ven tú a cuidarla! ¡Ven tú a escuchar cómo te idolatra mientras yo limpio sus vómitos!” Pero solo decía:

—Todo bien, Esteban. No te preocupes.

Una tarde, mientras le preparaba un té a mi madre, ella me miró fijamente y dijo:

—No sé por qué sigues aquí si siempre piensas que te quiero menos.

Sentí un nudo en la garganta.

—Tal vez porque todavía espero que algún día me veas de verdad —le respondí.

Esa noche soñé con mi infancia: yo sentada sola en el parque mientras mi madre aplaudía a Esteban desde las gradas del estadio. Me desperté llorando.

La enfermedad avanzaba rápido. Los médicos dijeron que era cuestión de meses. Empecé a notar pequeños cambios: mi madre me pedía ayuda con voz más suave, a veces me tomaba la mano sin decir nada. Pero nunca llegó esa disculpa que tanto anhelaba.

Un día, mientras le leía una carta de Esteban —llena de promesas vacías y frases bonitas— mi madre me interrumpió:

—¿Tú crees que hice todo mal contigo?

Me quedé callada un momento antes de responder:

—No lo sé, mamá. Solo sé que me dolió mucho sentirme invisible.

Ella cerró los ojos y murmuró:

—A veces no sabemos cómo amar bien.

En el funeral de mi madre, Esteban llegó tarde y se fue temprano. Todos los vecinos vinieron a darme el pésame y decían lo buena hija que fui. Nadie sabía del dolor silencioso que cargué tantos años.

Ahora estoy sola en la casa vacía. A veces me pregunto si hice bien en quedarme hasta el final o si debí pensar más en mí misma. ¿Cuántos hijos e hijas en Latinoamérica viven historias como la mía? ¿Cuántos cargan heridas invisibles por culpa de favoritismos y silencios?

¿De verdad es posible perdonar cuando nunca recibimos lo que necesitábamos? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?