La carta de Navidad que cambió mi destino

—¿Por qué siempre tengo que ser la última en irme a dormir? —pregunté, apretando la manta contra mi pecho mientras Lucía apagaba la luz del cuarto compartido. El ventilador giraba lento, arrastrando el calor pegajoso de diciembre en Monterrey. Ernesto se asomó por la puerta, con su voz grave y cansada: —Porque eres la más pequeña, Ruby. Y porque mañana es Nochebuena.

No respondí. Esperé a que sus pasos se alejaran y saqué la hoja doblada que escondía bajo la almohada. Con la linterna del celular prestado, repasé mi letra temblorosa: “Querido Papá Noel: este año solo quiero tres cosas. Un osito de peluche, unos tenis nuevos y una familia para siempre. No importa si no puedes traerme todo. Pero si puedes, por favor…”

Me detuve ahí. No sabía cómo terminar la frase sin llorar. Había pasado por tres casas en dos años. En la primera, doña Marta me gritaba por todo; en la segunda, los otros niños me escondían la comida. Aquí, con Lucía y Ernesto, al menos nadie me pegaba. Pero yo sabía que era temporal. Siempre lo era.

A la mañana siguiente, mientras Lucía preparaba tamales y el aroma de canela llenaba la casa, Ernesto me llamó al patio. —Ven, Ruby, ayúdame con las luces del árbol.

Me subí a la escalera y alcancé una rama alta. —¿Crees que Papá Noel lee todas las cartas? —le pregunté, fingiendo desinterés.

Ernesto sonrió triste. —A veces tarda, pero sí las lee. ¿Por qué?

—Nada —mentí.

Esa noche, después de cenar buñuelos y escuchar villancicos en la radio vieja, Lucía me abrazó más fuerte de lo normal. —¿Sabes? Cuando yo era niña también le pedía cosas imposibles a Papá Noel —susurró.

—¿Y te las trajo?

—A veces sí… a veces no. Pero aprendí que los milagros llegan cuando menos los esperas.

No dormí bien esa noche. Soñé con mi mamá biológica, con su voz diciéndome que pronto volvería por mí. Desperté sudando y con el corazón apretado.

La mañana de Navidad encontré un osito de peluche envuelto en papel azul y unos tenis blancos relucientes junto al árbol. Pero lo que más me sorprendió fue un sobre con mi nombre escrito a mano.

Lucía y Ernesto me miraban desde el sofá, nerviosos. Abrí el sobre: “Querida Ruby: ¿Te gustaría ser oficialmente nuestra hija?”

No entendí al principio. Miré a Lucía buscando explicación.

—Queremos adoptarte —dijo ella, con lágrimas en los ojos—. Si tú quieres…

Sentí que el mundo se detenía. No podía hablar; solo lloré y me lancé a sus brazos.

Pero no todo fue fácil después de eso. La noticia llegó a oídos de mi tía Leticia, la única familia biológica que quedaba en el pueblo. Llamó furiosa: —¡No pueden quitarnos a Ruby! ¡Es sangre de nuestra sangre!

Lucía intentó explicarle: —Leticia, tú nunca quisiste hacerte cargo…

—¡Eso no te da derecho! ¡Solo quieren el dinero del gobierno!

Esa noche escuché a Ernesto discutir por teléfono hasta tarde. Sentí miedo de que todo se viniera abajo.

Los días siguientes fueron una montaña rusa de emociones: entrevistas con trabajadoras sociales, visitas al juzgado, preguntas incómodas sobre mi pasado. Me preguntaron si alguna vez me habían pegado aquí, si quería quedarme con Lucía y Ernesto o prefería irme con Leticia.

—¿Por qué no puedo tener una familia como todos los demás? —le pregunté a Lucía una tarde, mientras ella me peinaba para ir al juzgado.

—Porque a veces el mundo es injusto —respondió—. Pero vamos a luchar por ti.

En la audiencia final, Leticia llegó con su esposo y dos hijos pequeños. Me miró como si fuera una traidora.

—¿Por qué no quieres venirte conmigo? —me preguntó en voz baja.

No supe qué decirle. Recordé las veces que me dejó sola en su casa mientras salía a trabajar; las noches que dormí en el suelo porque no había cama para mí.

La jueza me miró directo a los ojos: —Ruby, ¿deseas quedarte con Lucía y Ernesto?

Sentí un nudo en la garganta pero respondí firme: —Sí, quiero quedarme con ellos. Aquí me siento en casa.

Leticia lloró de rabia; Lucía lloró de alivio. Ernesto me apretó la mano bajo la mesa.

El proceso tardó meses más. Hubo días en que pensé que todo se derrumbaría; noches en que soñé con volver a empezar de cero en otra casa extraña. Pero finalmente llegó el día: el juez firmó los papeles y Lucía me abrazó tan fuerte que casi no podía respirar.

Esa Navidad fue distinta a todas las demás. No solo tenía un osito y unos tenis nuevos; tenía una familia que eligió quedarse conmigo aunque fuera difícil, aunque doliera enfrentar al pasado y al qué dirán del barrio.

A veces me pregunto si Papá Noel existe o si los milagros solo ocurren cuando alguien decide amar sin condiciones. ¿Cuántos niños como yo siguen esperando una carta así? ¿Cuántos milagros se quedan guardados en un cajón porque nadie se atreve a leerlos?