Entre Sombras y Secretos: El Silencio de Mi Hija

—Mamá, avísame si van a venir Andrés y Camila, ¿sí? Prefiero quedarme con Zuri en casa—. La voz de Lucía sonó seca, casi cortante, mientras recogía su mochila del sillón. Yo apenas había entrado por la puerta, con las bolsas del mercado todavía colgando de mis brazos y el sudor pegado a la frente por el calor húmedo de Veracruz.

Me quedé parada en medio de la sala, sintiendo cómo el aire se volvía pesado. —¿Por qué, hija? ¿Qué te hizo Camila?— pregunté, tratando de sonar casual, aunque por dentro sentía un nudo apretándome el pecho. No era la primera vez que Lucía evitaba a su cuñada, pero nunca había sido tan directa.

Lucía bajó la mirada y se encogió de hombros. —Nada, mamá. Es que… no me siento cómoda. Ya sabes cómo es ella—. Pero yo no sabía. O tal vez sí, pero no quería admitirlo.

Desde que Andrés se casó con Camila hace tres años, algo cambió en nuestra familia. Camila llegó con su sonrisa perfecta y su acento chilango, siempre hablando de sus viajes y sus logros en la universidad. Al principio pensé que era solo cuestión de tiempo para que todos se adaptaran, pero las cosas no mejoraron. Lucía, mi hija mayor, empezó a encerrarse más en su cuarto, a salir menos a las reuniones familiares. Y yo, entre el trabajo en la panadería y las cuentas por pagar, apenas tenía tiempo para notar los silencios.

Esa tarde, después de que Lucía salió con Zuri —su hija de seis años— al parque, me senté en la cocina con una taza de café frío y traté de recordar cuándo empezó todo. ¿Fue aquella Navidad en la que Camila criticó el ponche porque estaba “demasiado dulce”? ¿O cuando le preguntó a Lucía por qué no había terminado la carrera? Quizás fue antes, cuando Andrés empezó a distanciarse también.

Esa noche, mientras lavaba los platos, Andrés me llamó por teléfono.

—¿Mamá, cómo estás?—

—Bien, hijo. Aquí, cansada pero bien— respondí, intentando sonar animada.

—Queríamos pasar el domingo contigo. Camila dice que va a llevar una tarta de limón—

Sentí el impulso de decirle lo que me había pedido Lucía, pero me mordí la lengua. No quería ser la madre que mete cizaña entre sus hijos. Solo dije: —Claro, hijo. Aquí los espero—.

El domingo llegó con un calor sofocante y el zumbido constante de los ventiladores. Mientras preparaba el arroz y las enchiladas, Lucía entró a la cocina.

—¿Van a venir ellos?— preguntó sin mirarme.

Asentí en silencio.

—Entonces me voy con Zuri al cine— dijo Lucía, agarrando las llaves del coche.

No pude más. —Lucía, dime la verdad. ¿Qué pasa entre tú y Camila?—

Ella se detuvo en seco. Por un momento pensé que iba a llorar, pero solo apretó los labios.

—Nada pasa, mamá. Solo que… siempre me hace sentir menos. Siempre tiene algo que decir sobre cómo crío a Zuri o sobre mi trabajo en la tienda. Como si yo no valiera nada porque no tengo un título universitario ni viajo como ella—

Me acerqué y le tomé la mano. —Tú vales mucho, hija. No dejes que nadie te haga sentir lo contrario—

Lucía soltó una risa amarga. —Eso es fácil decirlo cuando no tienes a alguien recordándotelo cada vez que abre la boca—

Vi en sus ojos el cansancio de años acumulados: el esfuerzo de ser madre soltera desde los veinte años, el peso de cuidar a Zuri sola porque el papá desapareció cuando supo del embarazo. Vi también mi propia culpa por no haber estado más presente.

Cuando Andrés y Camila llegaron esa tarde, la tensión era palpable. Camila entró saludando fuerte: —¡Suegra! ¡Qué calor hace aquí! ¿No tienes aire acondicionado?—

Andrés me abrazó rápido y fue directo al refrigerador por una cerveza.

Durante la comida, Camila empezó con sus comentarios habituales:

—¿Y Lucía? ¿Otra vez se fue? Qué raro que nunca esté cuando venimos…

Yo traté de cambiar el tema: —Está ocupada con Zuri. Ya sabes cómo es—

Pero Camila insistió: —Pues debería aprender a organizarse mejor. A veces pienso que le falta ambición…

Sentí cómo me ardían las mejillas. Por primera vez en mucho tiempo, no pude quedarme callada.

—Camila, cada quien tiene sus luchas. Lucía ha hecho mucho por salir adelante sola—

Camila se encogió de hombros y sonrió como si nada.

Esa noche llamé a Lucía para contarle lo que había pasado. Ella solo suspiró.

—Gracias por defenderme, mamá. Pero ya no quiero pelear más. Estoy cansada de sentirme menos en mi propia familia—

Me quedé pensando en cuántas veces había dejado pasar los comentarios hirientes por miedo al conflicto. Cuántas veces preferí el silencio antes que enfrentar la verdad: que mi familia estaba rota por dentro y yo no sabía cómo arreglarla.

Pasaron las semanas y las visitas se hicieron menos frecuentes. Andrés dejó de llamar tanto; Camila apenas mandaba mensajes para preguntar por fechas importantes. Lucía seguía trabajando duro en la tienda y cuidando a Zuri con una ternura que me partía el alma.

Un día, mientras ayudaba a Lucía a cerrar la tienda al anochecer, le pregunté:

—¿Crees que algún día podamos volver a estar todos juntos sin sentir este dolor?—

Lucía me miró con tristeza y esperanza mezcladas en sus ojos oscuros.

—No lo sé, mamá. Pero al menos ahora sé que no estoy sola—

A veces me pregunto si las familias están destinadas a romperse poco a poco o si aún podemos encontrar el camino de regreso unos a otros. ¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena luchar por sanar lo que duele o es mejor dejar ir para poder respirar?