De uno a cuatro: El día que mi vida cambió para siempre
—¡No puede ser! ¿Cómo que son tres, doctora? —grité, con la voz quebrada entre el asombro y el miedo, mientras veía el rostro pálido de mi esposa, Mariana, tendida en la camilla del hospital público de San Juan de Lurigancho. El eco de mi grito rebotó en las paredes descascaradas de la sala de partos, donde el olor a desinfectante y sudor se mezclaba con el llanto de otros recién nacidos.
Mariana me miró con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa temblorosa. —Jorge, ¿escuchaste? ¡Son tres! —susurró, como si temiera que decirlo en voz alta pudiera cambiar la realidad.
Hasta ese momento, nuestra vida era sencilla. Vivíamos en un departamento pequeño, pero lleno de risas y sueños. Nuestra hija mayor, Lucía, tenía cinco años y esperaba con ansias a su hermanito. Habíamos ahorrado cada sol posible para la llegada del nuevo bebé. Pero nadie nos preparó para esto: tres corazones latiendo al mismo ritmo, tres vidas que dependían de nosotros.
La doctora Ramírez, con su bata manchada y una paciencia infinita, nos explicó que los ultrasonidos anteriores no habían mostrado a los tres bebés porque estaban muy juntos. «Es raro, pero pasa», dijo encogiéndose de hombros, como si anunciar triplets fuera tan común como recetar paracetamol.
Esa noche no dormí. Me senté junto a la cama de Mariana, viendo cómo dormía con una mano sobre su vientre enorme. Pensé en todo lo que no teníamos: espacio, dinero, tiempo. Pensé en mi trabajo como chofer de colectivo, en las horas interminables atrapado en el tráfico limeño, en los pasajeros que subían y bajaban sin saber nada de mi vida. Pensé en mi madre, doña Rosa, que siempre decía: «Dios aprieta pero no ahorca». Pero esa noche sentí que el nudo era demasiado fuerte.
El parto fue una batalla. Mariana gritó hasta quedarse sin voz. Yo recé como nunca antes. Cuando escuché el primer llanto, sentí que el corazón se me salía del pecho. Luego vino el segundo, y el tercero. Tres bebés diminutos, envueltos en mantas azules y rosas. Tres milagros.
Pero la alegría duró poco. Los médicos nos dijeron que los bebés eran prematuros y necesitaban incubadora. «No tenemos suficientes aquí», murmuró una enfermera mientras corría por el pasillo buscando espacio en neonatología. Mariana lloraba en silencio; yo apretaba los puños hasta hacerme daño.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mariana no podía moverse bien; la cesárea la dejó débil y asustada. Yo corría entre el hospital y la casa, llevando comida, ropa y noticias a Lucía, que preguntaba cada noche: «¿Cuándo vienen mis hermanitos?» Mi suegra llegó desde Huancayo para ayudarnos, trayendo queso fresco y oraciones.
El dinero empezó a escasear rápido. Los pañales costaban más de lo que ganaba en un día entero manejando el colectivo. Mariana lloraba por las noches, pensando que no podríamos darles lo necesario a los bebés. Yo sentía una rabia sorda contra el mundo: contra el sistema de salud saturado, contra mi jefe que no entendía mis ausencias, contra mi propio miedo.
Una tarde, mientras esperaba afuera del hospital con una bolsa de víveres donados por los vecinos, escuché a dos señoras murmurando:
—¿Viste al pobre Jorge? Ahora sí se fregó con tanto chiquillo…
Sentí vergüenza y rabia. ¿Por qué la gente siempre juzga sin saber? Nadie veía las noches sin dormir, las manos temblorosas de Mariana cambiando pañales a las tres de la mañana, ni mis intentos desesperados por conseguir más horas extra.
Pero también hubo milagros pequeños: la vecina que nos regaló una cuna vieja; el panadero del barrio que nos daba pan duro para hacer sopas; Lucía cantando nanas a sus hermanos desde la puerta del cuarto porque tenía miedo de despertarlos.
Cuando por fin pudimos llevar a los bebés a casa —Emilia, Mateo y Tomás— sentí una mezcla de terror y felicidad absoluta. La casa se llenó de llantos, risas y caos. Mariana y yo aprendimos a turnarnos para dormir; a veces solo lograba cerrar los ojos veinte minutos antes de irme al trabajo.
Las peleas no tardaron en llegar. Una noche discutimos tan fuerte que Lucía se tapó los oídos y se escondió bajo la mesa.
—¡No puedo más! —gritó Mariana—. ¡No soy una máquina!
—¡Tampoco yo! —le respondí—. ¡Pero tenemos que seguir!
Nos abrazamos llorando. Supimos entonces que solo juntos podríamos salir adelante.
Con el tiempo aprendimos a pedir ayuda sin vergüenza. Nos unimos al grupo de madres del barrio; Mariana empezó a vender empanadas caseras por WhatsApp; yo acepté trabajos extra pintando casas los fines de semana. Los bebés crecieron fuertes y sanos; Lucía se convirtió en la hermana mayor más cariñosa del mundo.
A veces me siento abrumado por el cansancio y la incertidumbre del futuro. Pero cuando veo a mis hijos dormir juntos en la misma cuna improvisada, siento que todo vale la pena.
Hoy me pregunto: ¿Cuántas veces creemos que no podremos más y aun así seguimos adelante? ¿Cuántos milagros dejamos pasar por miedo o vergüenza? Tal vez no estaba preparado para ser papá de cuatro hijos… pero ahora no imagino mi vida sin ellos.