La casa de la abuela: traición bajo el mismo techo

—¿Por qué lo hiciste, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía en la mano el papel amarillo que había encontrado en el cajón de su escritorio. El sol de la tarde se filtraba por las persianas, iluminando el polvo suspendido en el aire y mi rabia.

Mi nombre es Mariana Torres, tengo 36 años y soy madre soltera de una niña de ocho. Crecí en una casa antigua en el centro de Puebla, con paredes gruesas y un patio lleno de bugambilias. Esa casa era mi refugio, mi raíz, el lugar donde mi abuela me enseñó a hacer mole y donde mi papá me leía cuentos antes de dormir. Cuando él murió, mi mamá, Lucía, y yo nos aferramos a esa casa como si fuera lo único que nos quedaba.

Desde pequeña, mi mamá me decía: “Esta casa será tuya algún día, Marianita. Aquí crecerán tus hijos y tus nietos”. Yo nunca dudé de su palabra. ¿Para qué firmar papeles si éramos solo ella, mi hija Sofía y yo? Nadie más tenía derecho sobre ese hogar.

Pero esa tarde, mientras buscaba unos recibos para ayudarle con sus cuentas, encontré la escritura. No era solo una escritura: era un contrato de compraventa. La casa ya no era nuestra. Mi mamá la había vendido hacía dos meses a un hombre llamado Ernesto Mendoza. No me dijo nada. Ni una palabra.

—No tenía opción —me respondió ella, evitando mi mirada—. Las cosas están difíciles, Mariana. Debía mucho dinero y…

—¿Y qué? ¿No podías confiar en mí? ¿No podías pedirme ayuda? —le reclamé, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.

Mi mamá se sentó en la silla del comedor, esa misma donde mi abuela rezaba el rosario cada noche. Se veía más pequeña, más vieja.

—No quería preocuparte —susurró—. Pensé que podría resolverlo antes de que te enteraras.

La rabia se mezcló con la tristeza. Recordé todas las veces que le pregunté si necesitaba algo, si todo estaba bien. Siempre me decía que sí, que no me preocupara, que yo debía enfocarme en Sofía y en mi trabajo como maestra.

Esa noche no dormí. Caminé por la casa tocando las paredes, oliendo los muebles viejos, escuchando los ecos de las risas de mi infancia. ¿Cómo podía perderlo todo así? ¿Cómo podía confiar otra vez en mi propia madre?

Al día siguiente fui a buscar a Ernesto Mendoza. Era un hombre robusto, de bigote grueso y voz grave. Me recibió en su oficina con una sonrisa forzada.

—Señora Torres, entiendo su molestia, pero todo está en regla —me dijo mientras me mostraba los papeles firmados por mi mamá—. Su madre necesitaba el dinero urgentemente.

—¿Y ahora qué va a pasar con nosotras? —pregunté, sintiendo que se me quebraba la voz.

—Tienen tres meses para desalojar —respondió sin titubear—. Después… lo siento mucho.

Salí de ahí temblando. Caminé por las calles del centro sin rumbo fijo. Pensé en Sofía: ¿cómo le explicaría que tendríamos que dejar la casa donde aprendió a andar en bicicleta? ¿Dónde pondría ahora sus dibujos en la pared?

Esa noche enfrenté a mi mamá otra vez.

—¿Por qué no confiaste en mí? —le pregunté entre lágrimas—. Siempre te dije que podías contar conmigo.

Ella lloró también. Me contó que tenía una deuda enorme por un préstamo que pidió para ayudar a una prima enferma en Veracruz. Que nunca quiso involucrarme porque ya tenía suficiente con criar sola a Sofía después de que su papá nos abandonó.

—Pensé que podía con todo —me dijo—. Pero me equivoqué.

Durante semanas vivimos en silencio tenso. Yo iba a trabajar con el corazón apretado y regresaba a una casa que ya no sentía mía. Sofía notó el cambio; empezó a preguntar por qué su abuela lloraba tanto o por qué yo ya no le leía cuentos en el patio.

Una tarde, mientras recogía los juguetes de Sofía del jardín, llegó mi tía Carmen, la hermana menor de mi mamá. Se enteró por vecinos del escándalo y vino a vernos.

—Lucía, ¿cómo pudiste hacerle esto a Mariana? —le reclamó frente a mí—. Esa casa era lo único que tenían.

Mi mamá no respondió. Solo bajó la cabeza.

Carmen me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No estás sola, sobrina. Puedes quedarte conmigo el tiempo que necesites.

Sentí alivio y vergüenza al mismo tiempo. ¿Cómo llegamos a esto? ¿En qué momento dejamos de ser familia para convertirnos en extraños bajo el mismo techo?

Los días pasaron y empecé a empacar nuestras cosas. Cada objeto tenía una historia: la olla donde hacíamos tamales en Navidad, las fotos descoloridas de mis abuelos, los dibujos de Sofía pegados con cinta en la pared del pasillo.

La última noche antes de irnos, Sofía me abrazó fuerte y me preguntó:

—¿Mami, por qué tenemos que irnos?

No supe qué decirle. Solo la abracé más fuerte y le prometí que donde estuviéramos juntas sería nuestro hogar.

Hoy vivimos en un pequeño departamento al sur de la ciudad. Mi relación con mi mamá nunca volvió a ser igual. La visito de vez en cuando; trato de perdonarla, pero todavía duele.

A veces me pregunto: ¿qué pesa más, la sangre o la confianza? ¿Cuántas familias latinoamericanas han perdido su hogar por secretos y silencios? ¿Qué harían ustedes si su propia madre les ocultara algo así?