La boda que nunca fue: el día que huí de mi propio destino
—¿De verdad crees que puedes engañarla para siempre, Julián?— La voz de mi papá retumbó en el pasillo, justo detrás de la puerta del salón donde todos esperaban que entrara vestida de blanco.
Me quedé paralizada, con el ramo temblando entre mis manos sudorosas. La música de la banda sonaba lejana, como si viniera de otro mundo. Mi mamá, en el baño, arreglándose el maquillaje, no sospechaba nada. Yo, Katerina Morales, la hija mayor de los Morales de Puebla, estaba a punto de casarme con Julián Torres, el hombre que creía conocer desde la prepa. Pero esa frase… esa maldita frase lo cambió todo.
—Don Ernesto, no es lo que usted piensa —susurró Julián, pero su voz temblaba—. Yo la quiero, se lo juro.
—¿La quieres? ¿Después de lo que hiciste con Valeria? ¿Después de todo lo que le ocultaste? —La voz de mi papá era un látigo.
Sentí que el aire se volvía denso. Valeria. Mi hermana menor. La que siempre fue más bonita, más libre, más rebelde. ¿Qué tenía que ver ella en esto?
Me acerqué a la puerta, el corazón golpeando tan fuerte que pensé que todos podrían oírlo. Me asomé apenas y vi a Julián con la cabeza gacha, evitando la mirada de mi papá.
—Fue un error —dijo Julián—. Un solo error. No significa nada.
—¿No significa nada? ¡Por Dios! ¿Y si Katerina se entera? ¿Y si Valeria…?
No escuché más. Mi cuerpo se movió solo. Corrí por el pasillo, esquivando a mi tía Lucía que venía con una charola de dulces y a los niños que jugaban con globos en el jardín. Nadie entendía nada. Nadie podía imaginar lo que acababa de descubrir.
Salí por la puerta trasera del salón y sentí el aire fresco en la cara. El vestido blanco se enganchó en una rama y casi caigo al suelo. Seguí corriendo, descalza, con las lágrimas mezclándose con el maquillaje. El pueblo entero debía estar hablando ya: «La hija de los Morales huyó de su propia boda».
Me escondí en la casa vieja de mi abuela, al final de la calle empedrada. Ahí, entre los muebles cubiertos de polvo y las fotos antiguas en las paredes, me derrumbé.
—¿Por qué a mí? —me pregunté en voz alta—. ¿Por qué justo hoy?
El teléfono no dejaba de sonar. Mensajes de mi mamá, de mis primas, incluso de Julián: «Katerina, por favor, hablemos». Pero yo no podía hablar. No podía ni respirar.
Recordé todas las veces que Valeria y Julián se reían juntos en las reuniones familiares. Las miradas cómplices, los secretos compartidos. Siempre pensé que era mi imaginación, celos tontos de hermana mayor. Ahora todo tenía sentido.
La noche cayó y nadie me encontró. Escuché a lo lejos los fuegos artificiales que habían preparado para celebrar nuestro matrimonio. Ironía pura: celebraban mientras yo me desmoronaba.
Al día siguiente, regresé a casa cuando todos dormían. Mi mamá me esperaba en la sala, con los ojos hinchados de tanto llorar.
—Hija… —dijo apenas me vio—. ¿Qué pasó?
Me senté frente a ella y le conté todo. Cada palabra era un puñal: lo que escuché, lo que sentí, lo que sospechaba desde hace meses pero nunca quise aceptar.
Ella lloró conmigo. Me abrazó como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas.
—No tienes que casarte si no quieres —me susurró—. Nadie puede obligarte a vivir una mentira.
Pero el escándalo ya era imparable. Al día siguiente, los vecinos murmuraban en la tienda: «Dicen que Julián y Valeria…» «Pobre Katerina…» «¿Y ahora qué va a hacer?» En Puebla los secretos no duran mucho.
Valeria no volvió a casa esa semana. Mi papá tampoco hablaba conmigo; se encerró en su estudio y solo salía para ir al trabajo. Julián insistía en verme, pero yo no podía ni mirarlo a la cara.
Una tarde, Valeria apareció en mi cuarto. Tenía los ojos rojos y la voz rota.
—Perdóname —me dijo—. No quise hacerte daño.
La miré largo rato antes de contestar.
—¿Lo amas?
Ella bajó la cabeza.
—No lo sé… Fue una tontería, un momento de debilidad… Yo estaba mal y él también… Nunca pensamos que llegaría tan lejos.
Quise gritarle, golpearla, sacudirla hasta que entendiera todo el dolor que me había causado. Pero solo pude llorar.
—Me quitaste todo —le dije—. Mi confianza, mi futuro…
Ella lloró conmigo hasta quedarse dormida a mi lado, como cuando éramos niñas y compartíamos la cama porque teníamos miedo a los monstruos debajo del colchón.
Pasaron semanas antes de que pudiera salir a la calle sin sentir las miradas clavadas en mi espalda. Mi mamá me llevó al mercado un sábado y todas las señoras se acercaron a darme palabras vacías: «Eres muy valiente», «Dios sabe por qué hace las cosas», «Ya llegará alguien mejor».
Pero yo no quería a nadie más. Solo quería entender cómo había llegado hasta ahí sin ver las señales.
Julián se fue del pueblo poco después. Dicen que encontró trabajo en Veracruz y que nunca volvió a hablar con Valeria. Mi papá y yo tardamos meses en volver a hablarnos; él nunca supo cómo consolarme ni cómo perdonarse por no haberme protegido mejor.
Hoy han pasado dos años desde aquel día. Sigo viviendo en Puebla, trabajando en la panadería familiar y tratando de reconstruir mi vida pedazo a pedazo. Valeria y yo hemos aprendido a convivir con el silencio incómodo entre nosotras; ya no somos las mismas, pero al menos nos tenemos.
A veces me pregunto si hice bien en huir ese día o si debí enfrentar todo con más valentía. Pero luego recuerdo el dolor en mi pecho y sé que no había otra salida.
¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿Es posible perdonar una traición así o hay heridas que nunca sanan?