La Sombra de Mamá Rosa: Un Domingo en el Parque y el Peso de la Familia
—¡No me hables así, Lucía! —grité, aunque mi voz temblaba más de lo que quería admitir. El eco de mi propio grito rebotó en las paredes del pequeño departamento que compartimos desde hace ocho años, en la colonia Narvarte. Lucía me miró con esos ojos oscuros que siempre parecían juzgarme, incluso cuando no decía nada.
—¿Entonces cómo quieres que te hable? ¿Como si nada pasara? —me respondió, cruzando los brazos y apretando los labios. El reloj marcaba las 7:30 de la mañana y ya estábamos en la tercera discusión del día. Afuera, el bullicio de la ciudad apenas comenzaba a despertar.
No sé en qué momento nuestra vida se volvió esto: una rutina de peleas, silencios incómodos y reproches. Antes, cuando recién nos casamos, Lucía era todo risa y ternura. Pero la vida aquí no es fácil. El dinero nunca alcanza, el trabajo es cada vez más escaso y los sueños se van desmoronando como el yeso viejo de las paredes.
Esa mañana, después de la pelea, salí sin rumbo. Caminé hasta el parque Pilares, donde siempre hay bancas libres y vendedores ambulantes. Compré un pan duro con lo poco que me quedaba en la bolsa y me senté a comerlo, rodeado de palomas hambrientas. El sol apenas calentaba y yo sentía el frío metiéndoseme en los huesos.
Mientras masticaba el pan —más piedra que alimento— pensé en Mamá Rosa, mi suegra. Siempre la vi como una presencia incómoda, una sombra que se metía en todo. Pero esa semana, cuando Lucía explotó y amenazó con irse de la casa, fue Mamá Rosa quien llegó sin avisar y puso orden.
—¡Ya basta las dos! —gritó ella al entrar, con esa voz ronca que no acepta excusas—. Lucía, si quieres llorar, llora; si quieres gritar, grita. Pero no le eches la culpa a tu marido por todo lo que te pasa.
Lucía se quedó callada. Yo también. Nadie le lleva la contraria a Mamá Rosa. Ella se sentó frente a nosotros y nos miró como si pudiera vernos por dentro.
—¿Tú crees que yo no sé lo que es pelearse con el marido? —me dijo—. Tu suegro era un burro testarudo y yo una mula más brava todavía. Pero aquí seguimos todos vivos… juntos o separados, pero vivos.
Esa noche, Mamá Rosa se quedó a dormir en el sillón. Al día siguiente, preparó café y huevos con frijoles para todos. La casa olía a hogar otra vez. Por primera vez en meses, Lucía y yo desayunamos juntos sin discutir.
Pero ahora estoy aquí, solo en el parque, preguntándome si esto es suficiente. ¿Cuánto tiempo puede uno vivir así? ¿Aguantando por los hijos, por el qué dirán, por miedo a estar solo?
Un niño pasa corriendo frente a mí y casi tira mi pan al suelo. Su madre lo regaña con ese tono cansado que reconozco tan bien.
—¡Emiliano! ¡No molestes al señor! —le dice.
Le sonrío al niño y le ofrezco un pedazo de pan. Él lo toma y corre de vuelta con su madre.
Pienso en mi propio hijo, Diego. Tiene seis años y últimamente pregunta por qué mamá y papá ya no se abrazan como antes. No sé qué responderle. ¿Cómo explicarle que el amor a veces se desgasta como los zapatos viejos?
El teléfono vibra en mi bolsillo. Es un mensaje de Lucía: “¿Dónde estás? Mamá Rosa quiere hablar contigo”.
Respiro hondo y me levanto de la banca. Camino despacio hacia la casa, pensando en todo lo que quisiera decirle a Lucía pero nunca me atrevo: que estoy cansado, que tengo miedo de perderla pero también miedo de quedarme atrapado para siempre en esta rutina.
Al llegar, Mamá Rosa me espera en la cocina con una taza de café caliente.
—Siéntate, hijo —me dice—. No todo está perdido mientras haya ganas de arreglar las cosas.
Lucía está sentada al fondo, mirando por la ventana. Sus ojos están rojos pero ya no hay rabia en ellos; sólo cansancio.
—¿Y si ya no hay ganas? —pregunto sin mirarlas.
Mamá Rosa suspira y me pone una mano en el hombro.
—Entonces hay que buscarlas… o aprender a soltar —dice con una ternura inesperada.
Esa noche dormimos los tres bajo el mismo techo, cada quien con sus propios fantasmas. Pero al menos no estábamos solos.
Ahora escribo esto mientras escucho a Diego reírse en su cuarto con sus carritos de plástico. Me pregunto si algún día podré volver a reír así de fácil.
¿Vale la pena seguir luchando cuando parece que todo está perdido? ¿O es mejor aceptar que a veces el amor se transforma… o se termina? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?