Entre el amor y la asfixia: La historia de una hija y su madre en Ciudad de México

—¡No, mamá! ¡Por favor, no entres!— grité desde la puerta del salón de ballet, con las mejillas ardiendo de vergüenza. Pero ya era tarde. Mi mamá, con su blusa de flores y su voz dulce pero firme, ya estaba dentro, saludando a la maestra y preguntando si yo había comido bien, si me había puesto los calentadores, si necesitaba agua. Tenía apenas nueve años y sentía que todos los ojos estaban sobre mí, burlándose en silencio.

Así fue siempre. Mi nombre es Mariana Torres y crecí en un departamento pequeño en la colonia Narvarte, en Ciudad de México. Mi papá se fue cuando yo tenía cinco años; desde entonces, mi mamá, Lucía, se convirtió en mi sombra. Ella decía que todo lo hacía por amor: elegía mi ropa, mis juguetes, mis amigas. Si yo quería ir al parque con Valeria o jugar videojuegos con Diego, ella llamaba primero a sus mamás para asegurarse de que todo estuviera «bajo control».

Recuerdo una tarde lluviosa cuando tenía doce años. Quise ir sola a la tienda de la esquina por unas papas. Mamá se puso nerviosa: —¿Y si te pasa algo? Mejor voy contigo—. Yo sentí una rabia sorda. ¿Por qué no confiaba en mí? ¿Por qué no podía hacer nada sola?

La adolescencia fue peor. Cuando cumplí quince años y me invitaron a una fiesta en casa de Sofía, mamá quiso acompañarme hasta la puerta y hablar con los papás de Sofía. Yo le supliqué que no lo hiciera. —¡Me haces quedar como una niña chiquita!— le dije llorando. Ella también lloró esa noche. Me abrazó tan fuerte que casi no podía respirar.

—Es que eres lo más importante que tengo, Marianita— sollozaba—. No quiero que nada malo te pase.

En la escuela todos sabían que mi mamá era «la intensa». Mis amigas se reían cuando ella me esperaba afuera del salón o me mandaba mensajes cada hora. Yo aprendí a mentirle: decía que iba a estudiar a casa de Fernanda cuando en realidad íbamos al cine. Me sentía culpable, pero también desesperada por un poco de libertad.

El tiempo pasó y logré entrar a la UNAM para estudiar Psicología. Pensé que al mudarme a la casa de mi tía Leticia en Coyoacán tendría más independencia. Pero mamá llamaba cada noche, preguntando si había cenado, si había cerrado bien la puerta, si necesitaba dinero. Cuando no contestaba al primer timbrazo, me dejaba mensajes de voz llenos de angustia: —Mariana, por favor dime que estás bien. No puedo dormir si no sé de ti—.

Una tarde, después de un examen difícil, llegué agotada al departamento y encontré a mamá sentada en la sala con una bolsa llena de comida y medicinas. Había viajado casi una hora en metro solo para «ver cómo estaba» porque no le contesté el teléfono en dos horas.

—Mamá, ¡no puedes hacer esto!— exploté—. ¡No soy una niña! ¡Necesito que confíes en mí!

Ella rompió a llorar. —¿Por qué me rechazas así? ¿Por qué no me dejas cuidarte?—

Me sentí cruel y egoísta. Pero también sentí un nudo en el estómago: ¿y si nunca lograba ser independiente? ¿Y si siempre iba a sentirme culpable por querer vivir mi vida?

Las cosas empeoraron cuando empecé a salir con Gabriel, un compañero de la universidad. Mamá sospechaba de todo: quería saber quién era su familia, dónde vivía, si tenía «buenos valores». Una noche discutimos fuerte porque Gabriel me invitó a pasar el fin de semana en Cuernavaca con sus amigos.

—¡Eso no es propio de una señorita decente!— gritó mamá—. ¿Y si te pasa algo? ¿Y si te drogas? ¿Y si te hacen daño?

Yo sentí que el aire se volvía pesado. —Mamá, confía en mí. No soy tonta ni irresponsable.

Pero ella solo lloró más fuerte. —Tú no entiendes lo que es perderlo todo— murmuró entre sollozos—. Yo solo quiero protegerte porque sé lo dura que es la vida aquí.

Esa noche me fui a dormir con el corazón hecho trizas. Pensé en todas las veces que mamá había renunciado a sus sueños por mí: dejó su trabajo en una papelería para cuidarme cuando era niña; nunca volvió a salir con amigas; vivía pendiente de mis horarios y mis necesidades.

Pero también pensé en todo lo que yo había perdido: amistades, oportunidades, confianza en mí misma.

Un día, después de una sesión intensa con mi terapeuta universitaria, decidí hablar con mamá desde otro lugar.

—Mamá— le dije mientras tomábamos café en el Vips de División del Norte—, sé que me amas y que quieres lo mejor para mí. Pero tu forma de cuidarme me hace daño… y también te hace daño a ti.

Ella bajó la mirada y jugueteó con la cucharita del café.

—Tengo miedo, Marianita… miedo de quedarme sola… miedo de que te pase algo y no pueda ayudarte…

Le tomé la mano y sentí su piel temblorosa.

—Mamá, necesito aprender a vivir sola para poder ser feliz… y tú también necesitas aprender a vivir para ti misma.

Lloramos juntas esa tarde. No fue fácil ni mágico: aún hoy discutimos cuando salgo tarde o cuando no le cuento todos mis planes. Pero poco a poco hemos aprendido a poner límites sanos.

A veces todavía siento culpa cuando la veo triste o cuando llora porque no puede protegerme como antes. Pero también siento orgullo cuando logro hacer algo sola: viajar en metro sin miedo, resolver un problema en el trabajo, elegir mis propias amistades.

Hoy tengo veintisiete años y vivo sola en un pequeño departamento en Iztacalco. Mamá sigue llamando todos los días, pero ahora hablamos también de sus cosas: retomó clases de pintura y sale con sus amigas del club de lectura.

A veces me pregunto: ¿cuántas madres e hijas viven atrapadas entre el amor y el miedo? ¿Cuántas veces confundimos el cuidado con el control? ¿Será posible sanar juntas sin dejar de amarnos?

¿Ustedes han sentido alguna vez que el amor puede asfixiar? ¿Cómo han logrado poner límites sin romper el corazón de quienes más quieren?