Entre el amor y la sombra de mi suegra: la batalla invisible

—¡No, no, no! ¡No le des ese té, Mariana! ¿No ves que tiene fiebre? Eso le puede caer pesado —gritó mi suegra desde la puerta de la cocina, arrebatándome la taza de las manos.

Me quedé paralizada, con el corazón golpeando en mi pecho. Era la tercera vez en una hora que me corregía, como si yo fuera una niña torpe y no la esposa de su hijo. Miré a Daniel, esperando que dijera algo, pero él solo bajó la mirada y tosió, envuelto en su cobija.

Mi suegra, doña Rosa, había llegado esa mañana desde Puebla, trayendo consigo una maleta enorme y el aroma a pomada de eucalipto. Apenas cruzó la puerta, tomó el control de la casa: abrió ventanas, revisó el refri, criticó el orden del baño y me miró con esos ojos que juzgan sin decir palabra. «¿Así cuidas a mi hijo?», parecía preguntarme cada vez que sus labios se apretaban.

—Daniel necesita reposo y comida de verdad, no esas sopitas instantáneas —dijo mientras me empujaba suavemente hacia un lado para tomar el sartén.

Yo quería gritarle que llevaba tres noches sin dormir, que había hecho todo lo posible para cuidar a Daniel, que también tenía trabajo y estaba agotada. Pero no dije nada. Solo apreté los dientes y me fui al cuarto de lavado a llorar en silencio.

A veces pienso que lo más difícil de ser mujer no es el embarazo, ni las jornadas dobles, ni siquiera las enfermedades ajenas. Lo más duro es pelear por tu lugar cuando aparece una suegra dispuesta a todo por su «niño». Un niño que, por cierto, tiene treinta y tres años y barba.

Esa noche, mientras cenábamos en silencio, doña Rosa le acariciaba el cabello a Daniel como si fuera un bebé. Yo sentía que me desvanecía poco a poco. Cada cucharada de sopa era un recordatorio de que yo no era suficiente para ella.

—¿Te acuerdas cuando te daba tu caldito de pollo con arroz? —le decía a Daniel—. Siempre te curaba en dos días. No como ahora…

No terminó la frase, pero todos entendimos lo que quería decir. Daniel solo sonrió débilmente y me miró de reojo. Yo sentí una punzada en el estómago.

Esa noche dormí sola. Daniel se quedó en el sofá porque «mamá quiere vigilarme por si sube la fiebre». Escuché sus voces bajitas hasta tarde. Me pregunté si alguna vez lograría ser suficiente para él… o para ella.

Al día siguiente, intenté recuperar mi espacio. Preparé el desayuno temprano y llevé el café a la mesa. Pero doña Rosa ya estaba ahí, friendo huevos y calentando tortillas.

—Gracias, Mariana, pero yo me encargo —dijo con una sonrisa forzada.

Me senté en la sala y miré mi celular sin ver nada. Mi mamá me llamó:

—¿Cómo sigues, hija?
—Bien… bueno, más o menos. Doña Rosa está aquí y…
—Ay, hija, paciencia. Las suegras son así. No te lo tomes personal.

Pero sí era personal. Era mi casa, mi esposo, mi vida… ¿por qué tenía que sentirme una extraña?

Esa tarde escuché a doña Rosa hablando por teléfono con su hermana:

—Es que Mariana no sabe cuidar a Daniel… pobrecito, está tan flaco…

Sentí rabia y vergüenza. ¿Así hablaba de mí? ¿Así me veía? Decidí enfrentarla.

—Doña Rosa, ¿podemos hablar?
Ella me miró sorprendida.
—Claro, dime.
—Sé que usted quiere lo mejor para Daniel… pero yo también lo amo. Estoy haciendo todo lo posible para cuidarlo. Me duele sentir que usted no confía en mí.

Por un momento vi un destello de humanidad en sus ojos. Pero enseguida volvió su expresión dura.
—Yo solo quiero lo mejor para mi hijo. Nadie lo va a cuidar como yo.

Me quedé callada. ¿Cómo competir con una madre?

Esa noche Daniel entró al cuarto mientras yo fingía dormir.
—¿Estás bien? —me preguntó en voz baja.
—No —respondí sin abrir los ojos—. Siento que no tengo lugar aquí.

Él suspiró y se sentó en la orilla de la cama.
—Es solo por unos días… ya sabes cómo es mi mamá.
—¿Y tú? ¿Sabes cómo soy yo? ¿Sabes lo que siento?

No respondió. Solo me acarició el cabello en silencio.

Los días pasaron lentos y pesados. Doña Rosa seguía tomando todas las decisiones: qué comer, cuándo tomar medicinas, hasta qué canal ver en la tele. Yo me sentía invisible.

Una tarde llegó mi cuñada Laura a visitarnos. Al verme tan decaída me llevó al patio.
—No te dejes, Mariana. Mi mamá siempre ha sido así… pero tú eres la esposa de Daniel. Tienes derecho a tu espacio.

Sus palabras me dieron valor. Esa noche preparé mi platillo favorito: enchiladas verdes como las hacía mi abuela en Veracruz. Cuando doña Rosa intentó meterse a la cocina le dije con firmeza:
—Hoy cocino yo.

Me miró sorprendida pero no dijo nada. Daniel se sentó conmigo en la mesa y probó las enchiladas.
—Están deliciosas —dijo sonriendo por primera vez en días.
Doña Rosa probó un bocado y asintió en silencio.

Esa noche dormimos juntos otra vez. Sentí que recuperaba un poco de mi lugar.

Al día siguiente doña Rosa anunció que regresaría a Puebla.
—Ya estás mejorcito, hijo… cuídate mucho —le dijo abrazándolo fuerte.
Antes de irse me miró y dijo:
—Cuídalo bien… por favor.

No era una bendición ni una declaración de amor… pero era un comienzo.

Cuando cerré la puerta tras ella sentí una mezcla de alivio y tristeza. Miré a Daniel y le dije:
—¿Crees que algún día seré suficiente para ella?
Él me abrazó fuerte y susurró:
—Para mí ya lo eres.

Ahora me pregunto: ¿cuántas mujeres han sentido lo mismo? ¿Cuántas han tenido que pelear por su lugar ante una suegra dominante? ¿Hasta cuándo tendremos que demostrar que somos suficientes?