Corazón roto, pero invencible: La historia de Mariana, una mujer que tuvo que empezar de nuevo

—¡Julián, estoy embarazada!— solté de golpe, con la voz temblorosa y las manos apretadas sobre el vientre, como si pudiera proteger a mi hijo de lo que estaba a punto de suceder.

Él se quedó helado, con la mirada perdida en el ventanal empañado por la lluvia. El silencio se hizo tan denso que sentí que me ahogaba. Finalmente, giró apenas el rostro y murmuró:

—Pues… ya qué. Si así se dieron las cosas…

Me besó la mejilla con frialdad, como quien despide a una desconocida, y salió del departamento sin mirar atrás. Me quedé ahí, sola, con el eco de sus pasos alejándose y el corazón hecho trizas. No entendía nada. ¿No era esto lo que habíamos soñado juntos? ¿No era este el momento que tantas veces habíamos imaginado?

Las horas pasaron lentas esa noche. Me senté en la cama abrazando una almohada, tratando de no llorar para no asustar al bebé que apenas crecía dentro de mí. Pero las lágrimas caían igual, silenciosas y amargas. Cuando Julián regresó al amanecer, olía a perfume barato y cigarro. No me miró a los ojos. Solo murmuró que tenía sueño y se metió al baño.

Los días siguientes fueron un infierno. Julián llegaba tarde, evitaba mis preguntas y su celular era ahora un objeto prohibido. Una tarde, mientras él se duchaba, no pude más y revisé sus mensajes. Ahí estaba: decenas de conversaciones con una tal Camila. Fotos, promesas, palabras dulces que nunca me había dicho a mí.

El mundo se me vino abajo. Sentí náuseas, rabia y una tristeza tan profunda que pensé que no podría soportarla. Cuando salió del baño, lo enfrenté:

—¿Quién es Camila? ¿Desde cuándo me engañas?

Julián ni siquiera intentó negarlo. Se encogió de hombros y dijo:

—No eres la única que tiene problemas. Yo también necesito sentirme vivo.

Me quedé muda. ¿Eso era todo lo que valía para él? ¿Un problema más en su vida? Esa noche dormí en el sofá, abrazando mi vientre y jurando que nunca dejaría que mi hijo sintiera ese desprecio.

Mi madre, doña Teresa, vino al día siguiente desde Iztapalapa. Al verme tan deshecha, me abrazó fuerte y me susurró:

—Mija, los hombres van y vienen, pero los hijos son para siempre. No te dejes caer por alguien que no sabe amarte.

Pero no era tan fácil. Tenía miedo. ¿Cómo iba a criar sola a un hijo en esta ciudad tan dura? ¿Cómo iba a pagar la renta, los pañales, las consultas médicas? Trabajaba como secretaria en una oficina pequeña del centro; el sueldo apenas alcanzaba para sobrevivir.

Las semanas pasaron y Julián se fue alejando cada vez más. Un día simplemente no volvió. Me dejó una nota en la mesa: «No puedo con esto. Lo siento». Ni siquiera tuvo el valor de decírmelo a la cara.

Caí en una depresión profunda. Dejé de comer, apenas dormía y solo salía para ir al trabajo. Mis compañeras notaron mi tristeza y una de ellas, Paola, me llevó un día a tomar un café después del trabajo.

—Mariana —me dijo con voz suave—, sé que duele mucho, pero tienes que pensar en ti y en tu bebé. No estás sola.

Sus palabras me hicieron llorar como nunca antes. Me sentí vista, comprendida. Poco a poco empecé a abrirme con ella y con otras amigas del trabajo. Me ayudaron a buscar apoyo psicológico gratuito en una clínica del gobierno y a organizar mis gastos para poder llegar a fin de mes.

El embarazo avanzaba y cada patadita del bebé era un recordatorio de que debía seguir adelante. Mi madre venía cada fin de semana a ayudarme con la limpieza y a cocinarme sus guisos favoritos: mole poblano, arroz rojo y frijoles refritos.

Un día recibí una llamada inesperada. Era Camila.

—Mariana… sé que no tienes razones para escucharme, pero necesito hablar contigo —dijo con voz temblorosa.

Nos vimos en una cafetería cerca del metro Insurgentes. Camila era joven, bonita y parecía tan perdida como yo.

—No sabía que estabas embarazada —me dijo entre lágrimas—. Julián me mintió todo este tiempo.

Sentí compasión por ella. No era la villana de mi historia; era otra víctima de las mentiras de Julián.

—No te culpo —le respondí—. Él fue quien destruyó todo esto.

Nos abrazamos como dos desconocidas unidas por el dolor. Ese día entendí que no podía seguir odiando ni guardando rencor. Tenía que sanar por mí y por mi hijo.

El parto fue difícil. Estuve sola en el hospital público, rodeada de otras mujeres valientes como yo. Cuando escuché el llanto de mi hijo Emiliano por primera vez, supe que todo había valido la pena.

Los meses siguientes fueron duros: noches sin dormir, cuentas atrasadas, miedo constante al futuro. Pero también hubo momentos hermosos: la primera sonrisa de Emiliano, sus manitas aferradas a mi dedo, los paseos al parque con mi madre.

Un día recibí un mensaje de Julián:

—Quiero conocer a mi hijo.

Sentí rabia y miedo al mismo tiempo. ¿Qué derecho tenía después de todo lo que nos hizo? Pero también pensé en Emiliano; algún día tendría preguntas y merecía conocer su historia completa.

Acepté verlo en un café. Julián llegó nervioso, envejecido por la culpa.

—Lo siento mucho, Mariana —dijo con lágrimas en los ojos—. Fui un cobarde.

No le respondí nada. Solo le mostré a Emiliano dormido en su carriola.

—Él es lo mejor que me ha pasado —le dije— y no te necesita para ser feliz.

Salí de ahí sintiéndome más fuerte que nunca. Ya no era la mujer rota que él dejó; ahora era madre, luchadora e invencible.

Hoy Emiliano tiene tres años y es un niño feliz. Trabajo duro todos los días para darle lo mejor y aunque hay momentos difíciles, sé que juntos podemos con todo.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántas veces dejamos que el miedo nos robe la oportunidad de empezar de nuevo?

¿Y tú? ¿Qué harías si tuvieras que reconstruir tu vida desde cero?