Entre el deber y el deseo: Diario de una decisión inesperada

—¡Mamá, por favor, basta ya con tus sermones! —grité, apretando el celular con tanta fuerza que sentí que iba a romperlo—. Con Martín planeábamos tener un hijo en unos tres años… ¡mínimo tres años! Ahora tenemos mil proyectos, planes, ¡por fin Egipto en el horizonte! ¿Qué niño, mamá?

El silencio al otro lado de la línea fue tan denso que casi podía tocarlo. Mi madre, Rosa Elena, suspiró y murmuró algo sobre “el destino” antes de colgar apresurada. Me quedé mirando la pantalla negra del celular, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con un miedo sordo en el estómago. No era solo la presión de mi madre; era la presión de todo: la familia, la sociedad, mis propios sueños.

Esa noche, mientras Martín dormía a mi lado, repasé una y otra vez la conversación. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué en Latinoamérica una mujer aún tiene que justificar cada decisión sobre su cuerpo y su vida? Cerré los ojos y recordé la primera vez que hablé con Martín sobre tener hijos. Fue en una cafetería en el centro de Bogotá, entre risas y promesas de viajes. “Cuando tengamos estabilidad”, dijimos. “Cuando terminemos la maestría”, “cuando ahorremos para el apartamento”. Siempre había un “cuando”.

Pero ahora, ese “cuando” se había convertido en un “ahora” inesperado. El test de embarazo no mentía. Dos rayitas rosas, tan claras como el miedo que sentía. Martín lo supo antes que nadie. Me miró con esos ojos grandes y sinceros que siempre me habían dado paz, pero esta vez vi en ellos la misma confusión que sentía yo.

—¿Y si no estamos listos? —me preguntó en voz baja.

—Nadie está listo —respondí, aunque ni yo me creía esa mentira.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi madre me llamaba todos los días, a veces para preguntar cómo estaba, otras para recordarme lo importante que era “hacer lo correcto”. Mi padre, don Ernesto, apenas hablaba del tema; se refugiaba en el taller de carpintería del fondo de la casa y evitaba mirarme a los ojos cuando iba a visitarlos los domingos.

La noticia corrió como pólvora entre las tías y primas. En el grupo de WhatsApp familiar no faltaron los mensajes pasivo-agresivos: “¡Qué bendición!”, “Dios sabe por qué hace las cosas”, “Ahora sí te vas a calmar”. Sentí rabia, vergüenza y una tristeza profunda. ¿Por qué nadie preguntaba cómo me sentía yo? ¿Por qué todos asumían que debía estar feliz o agradecida?

Martín trataba de animarme. Me hablaba de buscar un apartamento más grande, de ahorrar más, de buscar otro trabajo si era necesario. Pero yo solo quería llorar. Llorar por mis sueños postergados, por el viaje a Egipto que ya no sería, por la maestría que tendría que esperar.

Una tarde, mientras caminaba por el parque Simón Bolívar para despejarme, vi a una joven madre jugando con su hija. La niña reía a carcajadas mientras corría tras las palomas. La madre la miraba con una mezcla de cansancio y ternura. Me pregunté si ella también había sentido miedo alguna vez, si también había tenido sueños que tuvo que guardar en un cajón.

Esa noche, después de cenar en silencio con Martín, mi madre llegó sin avisar. Traía una bolsa con frutas y pan casero. Se sentó frente a mí y me miró largo rato antes de hablar.

—Hija —dijo finalmente—, sé que estás asustada. Yo también lo estuve cuando supe que venías en camino. Tenía diecinueve años y tu abuela casi me mata del susto. Pero aquí estamos…

No supe qué decirle. Sentí ganas de abrazarla y también de gritarle que no era lo mismo, que yo tenía otros planes, otra vida.

—No quiero ser como tú —le dije al fin, con voz temblorosa—. No quiero renunciar a todo por un hijo.

Mi madre suspiró y me tomó la mano.

—No tienes que renunciar a todo —me dijo—. Pero tampoco puedes huir de lo que ya es parte de tu vida.

Lloré en silencio mientras ella me acariciaba el cabello como cuando era niña. Por primera vez sentí compasión por ella y por mí misma.

Los días pasaron y tuve que enfrentar la realidad: las náuseas matutinas, las visitas al médico, las preguntas incómodas en el trabajo. Mi jefa me miró con lástima cuando le conté.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó.

No supe qué responderle.

Martín empezó a distanciarse poco a poco. Llegaba tarde del trabajo, evitaba hablar del bebé. Una noche discutimos fuerte.

—No sé si puedo con esto —me dijo—. No sé si quiero ser papá todavía.

Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Y si terminábamos? ¿Y si tenía que criar a mi hijo sola? Pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela viuda desde joven, mi tía Lucía criando tres hijos sola después de que su esposo se fue a Venezuela buscando trabajo y nunca volvió.

La soledad me golpeó como una ola fría. Empecé a escribir en mi diario cada noche para no volverme loca. Escribía sobre mis miedos, mis sueños rotos, pero también sobre esa pequeña esperanza que empezaba a crecer dentro de mí junto con el bebé.

Un día recibí un mensaje inesperado de mi prima Camila:

—Te entiendo más de lo que crees —decía—. Yo también tuve miedo cuando quedé embarazada sin planearlo. Pero salí adelante. No estás sola.

Ese mensaje fue como un bálsamo para mi corazón herido. Empecé a hablar más con Camila y otras amigas que habían pasado por lo mismo. Descubrí que muchas mujeres callan sus miedos porque sienten vergüenza o porque temen ser juzgadas.

Poco a poco empecé a aceptar mi nueva realidad. No fue fácil ni rápido. Hubo días en los que odié al mundo entero y otros en los que sentí una paz extraña al imaginar el rostro de mi hijo o hija.

Martín volvió a acercarse poco a poco. Un día llegó con un pequeño par de zapatitos blancos y me abrazó fuerte.

—Vamos a intentarlo juntos —me susurró al oído—. No sé si seremos los mejores padres, pero quiero intentarlo contigo.

Lloré otra vez, pero esta vez fue distinto: lloré por todo lo perdido y también por todo lo nuevo que estaba por venir.

Hoy escribo esto mientras siento las primeras pataditas en mi vientre. No sé qué nos espera ni si podré retomar mis sueños algún día. Pero sí sé algo: esta historia es mía y nadie puede decidir por mí cómo vivirla.

¿Será posible encontrar un equilibrio entre lo que soñamos y lo que la vida nos impone? ¿Cuántas mujeres más tendrán miedo de contar su verdad por temor al juicio ajeno?