Entre Sombras y Esperanza: La Historia de Agata

—¿Y ahora qué, Agata? —me pregunté en voz alta, con el eco rebotando en las paredes desnudas del departamento. El reloj marcaba las tres de la tarde, pero la luz que entraba por la ventana era fría, indiferente. Caminé descalza por el pasillo, sintiendo el piso helado bajo mis pies. Cada rincón tenía la huella de Zulema: sus dibujos pegados en la heladera, el peluche gastado sobre el sillón, el aroma tenue de su perfume barato mezclado con el olor a humedad del invierno porteño.

Nunca aprendí a estar sola. Primero viví con mis padres en Avellaneda, en una casa donde siempre había ruido: la radio de mi mamá, los gritos de mi papá cuando Racing perdía, las risas de mis hermanos. Después me casé con Julián, un tipo bueno pero débil, que se fue cuando la vida se puso difícil. Dos años después nació Zulema y sentí que todo tenía sentido. Incluso cuando Julián nos dejó, nunca sentí el vacío porque Zulema llenaba cada espacio con su energía inagotable.

Pero ahora… ahora ya no estaba. Se fue a vivir a Córdoba con su novio, un pibe que apenas conocía y que no me inspiraba confianza. «Mamá, necesito hacer mi vida», me dijo una noche mientras yo lavaba los platos. «No podés vivir pegada a mí toda la vida». Su voz temblaba, pero sus ojos estaban decididos. No discutí. ¿Qué podía decirle? Yo también fui joven y quise escapar.

El primer día sin ella fue como un domingo eterno: largo, gris y sin propósito. Me levanté tarde, preparé café para dos por costumbre y lloré al ver la taza intacta de Zulema. Llamé a mi hermana Lucía para pedirle que viniera a verme.

—Agata, tenés que salir —me dijo Lucía mientras revolvía el mate—. No podés quedarte encerrada esperando que Zulema vuelva.

—¿Y para qué? —le respondí—. ¿Para ver cómo todos siguen con su vida menos yo?

Lucía suspiró y me miró con esa mezcla de compasión y fastidio que sólo las hermanas pueden tener.

—Tenés que encontrar algo que te guste. Un taller, un trabajo… algo.

Pero yo no quería nada. Ni talleres ni trabajos ni gente nueva. Quería a mi hija de vuelta, quería volver a ser necesaria para alguien.

Las semanas pasaron lentas. Empecé a dormir mal, a comer poco. El teléfono sonaba cada tanto: Zulema llamaba para contarme cómo le iba en Córdoba, pero sus palabras sonaban lejanas, como si hablara desde otro mundo.

Una tarde lluviosa recibí una llamada inesperada. Era Julián.

—Agata… ¿cómo estás? —su voz sonaba insegura, como si temiera mi respuesta.

—¿Qué querés? —le dije sin rodeos.

—Me enteré que Zulema se fue… Quería saber si necesitás algo.

Sentí una mezcla de bronca y alivio. Hacía años que no hablábamos más que lo justo y necesario por temas de Zulema.

—No necesito nada —le corté—. Pero gracias por preguntar.

Colgué y me largué a llorar como una nena. ¿Por qué ahora todos se acordaban de mí? ¿Por qué cuando ya era tarde?

Esa noche soñé con mi mamá. Estaba sentada en la cocina de Avellaneda, pelando papas y tarareando un tango viejo. Me desperté con el corazón apretado y una idea fija: tenía que salir de ese pozo.

Al día siguiente me animé a bajar al almacén de Don Ernesto, en la esquina. Hacía meses que no lo veía.

—¡Agata! ¡Tanto tiempo! —me saludó con una sonrisa sincera—. ¿Y Zulema?

Sentí un nudo en la garganta pero logré responder:

—Se fue a Córdoba… ya está grande.

Don Ernesto asintió con comprensión y me regaló una bolsa de facturas.

—Para que no te olvides de sonreír —me dijo guiñando un ojo.

Ese gesto simple me hizo sentir menos invisible. Empecé a salir más seguido: al mercado, a la plaza, al club del barrio donde jugábamos al bingo los sábados. Poco a poco fui recuperando el gusto por las pequeñas cosas: el aroma del café recién hecho, el murmullo de los vecinos en la vereda, el sol tibio de otoño sobre la cara.

Un día recibí una carta de Zulema. No era un mensaje por WhatsApp ni un mail: era una carta escrita a mano, con su letra desprolija y llena de tachaduras.

«Mamá: Te extraño mucho. Córdoba es linda pero no es lo mismo sin vos. A veces me siento sola y pienso en volver, pero sé que tengo que intentarlo acá. Gracias por dejarme volar aunque te duela. Sos más fuerte de lo que pensás».

Leí esa carta mil veces y lloré otras mil. Por primera vez entendí que mi dolor era también su libertad; que dejarla ir era una forma de amarla.

Empecé terapia en el centro barrial y conocí a otras mujeres como yo: madres solas, abuelas criando nietos, mujeres que habían perdido todo y aun así seguían adelante. Compartimos historias, risas y lágrimas. Me sentí acompañada por primera vez desde que Zulema se fue.

Un sábado cualquiera, mientras tomaba mate en la plaza, vi a Julián sentado solo en un banco. Dudé unos segundos pero me acerqué.

—¿Te puedo acompañar? —le pregunté.

Él asintió y compartimos un silencio cómodo durante varios minutos.

—Nunca fui buen padre —dijo de repente—. Ni buen marido.

—Ya está —le respondí—. No sirve mirar para atrás todo el tiempo.

Nos miramos y supimos que algo había cambiado entre nosotros: ya no éramos enemigos ni extraños; éramos dos personas heridas intentando sanar.

Con el tiempo aprendí a disfrutar mi soledad. Empecé clases de cerámica en el centro cultural del barrio y hasta me animé a viajar sola a Mar del Plata un fin de semana largo. Descubrí que podía ser feliz sin depender de nadie; que mi vida tenía valor aunque nadie me necesitara todo el tiempo.

Hoy sigo extrañando a Zulema cada día, pero ya no siento ese vacío paralizante. Hablamos seguido y nos visitamos cuando podemos. Nuestra relación es distinta pero más honesta; aprendimos a querernos desde la distancia y la libertad.

A veces me pregunto si alguna vez dejaré de sentir ese pequeño dolor en el pecho cuando entro al departamento vacío o cuando veo madres e hijas caminando juntas por la calle. Pero también sé que ese dolor es parte de mi historia; es la prueba de que amé mucho y fui amada.

¿Será posible aprender a vivir para una misma después de tantos años viviendo para los demás? ¿Ustedes también sintieron ese miedo al vacío cuando los hijos se van? Los leo.