Entre el amor y mis propios límites: Confesiones de una abuela en Lima

—Rosa, ¿puedes quedarte con Camila otra vez hoy?— La voz de mi hija Lucía retumba en el altavoz del celular mientras yo intento tomarme un café en la pequeña terraza de mi departamento en Lima. El reloj marca las 6:30 de la mañana y el sol apenas asoma entre los edificios grises. Siento el peso de la pregunta antes de responder; sé que detrás de su tono hay cansancio, pero también una expectativa que me asfixia.

—Claro, hija…— murmuro, aunque por dentro una parte de mí grita que no. Que hoy quería ir al parque con mis amigas del club de lectura, que tenía ganas de caminar sin prisa, sin la mochila de pañales ni los juguetes de Camila. Pero Lucía ya colgó antes de escuchar mi suspiro.

Camila llega a las ocho, con sus rizos desordenados y una sonrisa que me desarma. La abrazo fuerte, sintiendo cómo el amor y la culpa se mezclan en mi pecho. Ella es mi alegría, pero también el recordatorio constante de todo lo que he dejado atrás.

Mientras le preparo el desayuno, recuerdo cuando Lucía era pequeña. Yo también era madre soltera, luchando contra los prejuicios y la pobreza en un barrio donde las mujeres como yo éramos invisibles. Trabajé limpiando casas ajenas para que ella pudiera estudiar. Ahora, ella tiene un buen trabajo en una empresa de seguros, pero parece que nunca hay suficiente tiempo ni dinero.

—Abuela, ¿hoy vamos al parque?— pregunta Camila con sus ojitos brillantes.

—Hoy no, mi amor. La abuela está cansada— le digo, y veo cómo su carita se entristece. Me siento la peor persona del mundo.

A media mañana, Lucía me manda un mensaje: «No olvides darle su medicina a las 11». Siento que no confía en mí, como si fuera incapaz de cuidar a su hija. ¿Acaso olvidó todo lo que hice por ella? ¿O es que ahora soy solo una niñera gratuita?

El día avanza entre dibujos animados, meriendas y peleas por la siesta. Cuando por fin Camila se duerme, me siento en el sillón y miro mis manos arrugadas. Pienso en mi hermana Teresa, que vive en Arequipa y siempre me dice: «Rosa, tienes derecho a tu vida». Pero ¿cómo se le dice que no a una hija?

A veces sueño con viajar a Cusco, conocer Machu Picchu o simplemente pasar una tarde leyendo en silencio. Pero cada vez que lo menciono, Lucía me mira como si estuviera traicionando a la familia.

Una tarde, después de una discusión porque llegué tarde a recoger a Camila del jardín —el tráfico en Lima es un infierno— Lucía explotó:

—¡Siempre te olvidas de lo importante! Si no puedes ayudarme, dímelo de una vez.

Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle que yo también tengo límites, que me duele la espalda y me pesan los años. Pero solo atiné a bajar la cabeza.

Esa noche lloré en silencio. Recordé cuando Lucía era adolescente y discutíamos por todo: la ropa, los novios, las salidas. Siempre pensé que cuando creciera seríamos amigas, pero ahora siento que hay un muro entre nosotras hecho de reproches y expectativas incumplidas.

Al día siguiente, mientras Camila pintaba en el suelo del comedor, me atreví a hablar:

—Lucía, necesito descansar algunos días. Quiero ir al médico y ver a mis amigas…

Ella me miró sorprendida:

—¿Ahora? ¿Justo cuando más te necesito?

Sentí su dolor y su enojo. Pero también sentí algo nuevo: una pequeña chispa de dignidad encendiéndose dentro de mí.

—Hija, te amo. Pero también soy persona. No puedo seguir así todos los días.

Hubo un silencio incómodo. Camila nos miraba sin entender.

Esa noche Lucía no me llamó. Me sentí sola y culpable, pero también extrañamente aliviada. Por primera vez en años dormí sin sobresaltos.

Pasaron los días y poco a poco Lucía empezó a buscar otras opciones: una vecina joven le ayuda algunas tardes; incluso su ex pareja aceptó llevarse a Camila los fines de semana. Nuestra relación sigue tensa, pero siento que algo cambió.

Ahora tengo tiempo para mí: volví al club de lectura y hasta me animé a tomar clases de baile criollo en el centro cultural del barrio. A veces extraño los días caóticos con Camila, pero también disfruto mi soledad recuperada.

Sé que muchas abuelas en Latinoamérica viven lo mismo: atrapadas entre el amor por sus nietos y la obligación silenciosa de cuidar sin descanso. Nos enseñaron a sacrificarnos siempre por la familia, pero ¿quién cuida de nosotras?

Hoy miro a Lucía con otros ojos: sé que también está cansada y asustada. Quizás algún día podamos hablar sin culpas ni reproches.

Me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han perdido su voz por miedo a dejar de ser necesarias? ¿Hasta cuándo seguiremos confundiendo amor con sacrificio?