La decisión de Juliana: Lucha por la familia y la esperanza

—¡Mamá, por favor, ábreme!— escuché la voz de Ana, quebrada, al otro lado de la puerta. Eran casi las once de la noche y el barrio ya dormía, pero ese grito me heló la sangre. Corrí, descalza, y cuando abrí, vi a mi hija con los ojos hinchados y a Leila, mi nieta de seis años, apretando su manita con fuerza.

—¿Qué pasó, hija?— pregunté, aunque en el fondo ya lo sabía. El matrimonio de Ana con Mauricio nunca fue fácil. Él siempre fue un hombre orgulloso, de esos que creen que la mujer debe aguantarlo todo. Pero nunca imaginé que llegaría a esto: Ana huyendo de su propia casa en medio de la noche.

Entraron temblando. Leila se aferró a mi falda y Ana se desplomó en el sofá. —No puedo más, mamá. Me gritó delante de Leila… me dijo cosas horribles. Y yo… yo no quiero que mi hija crezca viendo eso.

La abracé fuerte, sintiendo cómo mi propio pasado se revolvía en el estómago. Mi madre también me enseñó a callar, a soportar. Pero yo siempre soñé con romper ese ciclo. ¿Sería este el momento?

Esa noche no dormimos. Leila se quedó en mi cama y Ana lloró en silencio en el sillón. Al amanecer, mientras preparaba café, escuché los murmullos de las vecinas afuera. En este barrio de San Miguelito, Panamá, las paredes oyen y las lenguas corren más rápido que el agua del río en invierno.

—¿Ya viste? La hija de Juliana volvió a casa…— susurraban.

Sentí rabia y vergüenza. ¿Por qué siempre somos las mujeres las que cargamos con la culpa? ¿Por qué nadie pregunta qué hizo Mauricio?

Los días siguientes fueron un infierno. Mauricio vino a buscar a Ana dos veces. La primera vez gritó desde la calle: —¡Ana, salí! ¡No seas cobarde!—

Yo me paré en la puerta, firme como una roca. —Aquí no vas a entrar gritando. Si quieres hablar, baja la voz.—

Él me miró con odio y se fue pateando una piedra. La segunda vez vino con su madre, doña Carmen, una mujer dura como el cemento.

—Juliana, esto es cosa de matrimonio. No te metas.—

—Carmen, si tu hijo no sabe respetar a mi hija ni a su nieta, aquí no tiene nada que buscar.—

Ana escuchaba todo desde adentro, temblando. Esa noche me confesó: —Mamá, tengo miedo de estar sola… pero más miedo tengo de volver con él.

La entendí mejor que nadie. Cuando su papá nos dejó por otra mujer, yo también sentí ese miedo. Pero aprendí a sobrevivir con poco: limpiando casas, vendiendo empanadas en la esquina y cosiendo ropa ajena por las noches.

Una tarde, mientras Leila jugaba en el patio con los hijos de los vecinos, escuché a dos señoras hablando cerca del portón:

—Dicen que Ana es igualita a la madre… ninguna sirve para tener marido.—

Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué nos juzgan tan fácil? ¿Por qué nadie ve lo que hemos aguantado?

Esa noche reuní valor y hablé con Ana:

—Hija, no tienes por qué volver si no quieres. Aquí tienes tu casa. Pero si decides regresar con Mauricio, que sea porque él cambió de verdad, no por miedo ni por lo que diga la gente.

Ana me miró con lágrimas en los ojos:

—¿Y si nunca cambia? ¿Y si nunca puedo salir adelante sola?

La abracé fuerte:

—Yo tampoco sabía cómo iba a hacerlo cuando tu papá se fue… pero aquí estamos. No es fácil, pero se puede.

Pasaron semanas difíciles. Ana consiguió trabajo en una tienda del centro comercial. Yo cuidaba a Leila después de la escuela y juntas hacíamos tareas y jugábamos lotería para olvidar las penas.

Un día Mauricio vino con flores y promesas vacías:

—Ana, te juro que voy a cambiar… solo dame otra oportunidad.—

Ana dudó. Vi el miedo en sus ojos y también la esperanza tonta de que todo fuera diferente.

Esa noche discutimos fuerte:

—Mamá, ¿y si le doy otra oportunidad? Por Leila… para que tenga a su papá cerca.—

—¿Y si vuelve a gritarte? ¿Y si Leila aprende que eso es normal?— respondí sin poder evitar el dolor en mi voz.

Ana lloró toda la noche. Al día siguiente tomó una decisión: no volvería con Mauricio. Fue duro, pero poco a poco empezó a sonreír otra vez.

La gente siguió hablando. Algunos nos apoyaron; otros nos señalaron como si fuéramos culpables de todo lo malo del mundo. Pero aprendimos a caminar erguidas entre los chismes.

Un domingo, mientras preparábamos arroz con pollo para toda la familia, Ana me abrazó:

—Gracias por no dejarme sola, mamá.—

Leila corrió hacia nosotras y nos abrazó también:

—Somos un equipo.—

Miré a mis dos mujeres y sentí orgullo. No éramos perfectas ni teníamos una familia tradicional, pero éramos fuertes.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven callando por miedo al qué dirán? ¿Cuántas madres se atreven a romper el ciclo? ¿Vale la pena enfrentar al mundo por la felicidad de quienes amamos?

¿Y tú? ¿Qué harías si tu hija llegara llorando a tu puerta?