El Silencio de las Tazas: Un Reencuentro con Mamá Rosa

—¿Vas a entrar o te vas a quedar ahí parada como si te hubieran pegado con un balde de agua fría?—me dijo Mamá Rosa apenas abrí la reja oxidada de su casa en el barrio San Martín. Su voz era la misma de siempre: dura, pero con ese temblor que sólo se nota cuando uno ha llorado mucho en silencio.

No la veía desde hacía casi tres años, desde que mi matrimonio con Julián terminó en un escándalo que todavía era tema de chisme en la panadería. Yo juré no volver a poner un pie en esa casa, pero el mensaje de Mamá Rosa me había dejado inquieta: “Hola, Lucía. La verdad, te he extrañado. Vivimos tan cerca y casi no hablamos. Venite a tomar un té.”

Entré despacio, como si el piso pudiera romperse bajo mis pies. El olor a yerba mate y pan casero me golpeó la memoria: domingos de fútbol en la tele, risas de niños, la voz de Julián gritando desde el patio. Todo eso se había ido, pero la casa seguía igual, como si esperara que alguien regresara a ponerle vida.

—Sentate, hija—dijo Mamá Rosa, sirviendo el té en las mismas tazas floreadas que usaba para las visitas importantes. Me miró con esos ojos negros que nunca supe si eran de cariño o de juicio.

—¿Por qué me llamaste?—pregunté, sin poder evitar que mi voz sonara cortante.

Ella suspiró largo, como si estuviera sacando el aire de años enteros.

—Porque estoy cansada, Lucía. Cansada de pelearme con todos. Con vos, con Julián, conmigo misma. Y porque…—hizo una pausa y bajó la mirada—porque me enteré que estás sola. Y nadie merece estar solo en este mundo.

Sentí un nudo en la garganta. Sí, estaba sola. Después del divorcio, mis amigas se fueron alejando poco a poco; mi mamá se había ido a vivir con mi hermana a Mendoza; y Julián… bueno, Julián ya tenía otra familia.

—¿Y vos? ¿No te sentís sola?—le pregunté, más por devolverle la pregunta que por interés real.

Ella sonrió triste.

—La soledad es como el mate frío: uno se acostumbra, pero nunca deja de extrañar el calorcito.

Nos quedamos calladas un rato. Afuera, los chicos jugaban a la pelota y se escuchaba el grito de una vecina llamando a su hijo para cenar. Todo seguía igual en el barrio, menos nosotras.

—¿Te acordás cuando hacíamos empanadas para las fiestas patrias?—dijo de repente Mamá Rosa.

Asentí. Era imposible olvidarlo: ella amasando con fuerza, yo llorando por la cebolla y Julián robándose el relleno cuando pensaba que nadie lo veía.

—Yo fui muy dura con vos, Lucía. Pensé que si te apretaba un poco ibas a ser más fuerte para Julián. Pero ahora veo que sólo logré alejarte.—Su voz tembló y vi cómo se le humedecían los ojos.

No supe qué decirle. Siempre había sentido que ella me culpaba por todo: por las peleas con Julián, por no tener hijos, por no ser la nuera perfecta. Pero escucharla admitirlo era otra cosa.

—No era fácil estar casada con Julián—dije al fin.—Él tenía sus cosas… y yo también.

Mamá Rosa asintió.

—Mi hijo es bueno, pero es terco como una mula. Igual que su padre. Y yo… yo sólo quería que no se sintiera solo cuando yo ya no esté.

El silencio volvió a caer entre nosotras. Yo miraba mis manos temblorosas sobre la mesa y pensaba en todo lo que había callado durante años: los gritos, los portazos, las noches en vela esperando que Julián volviera del bar.

—¿Por qué nunca me defendiste?—le pregunté de golpe.—Cuando él me gritaba delante tuyo… cuando me echaba la culpa de todo…

Mamá Rosa bajó la cabeza y se tapó la boca con la mano.

—Porque tenía miedo, Lucía. Miedo de perderlo a él… y miedo de perderte a vos también. Pensé que si me quedaba callada todo iba a pasar. Pero no pasó nada bueno.

Sentí una mezcla de rabia y compasión. Quise gritarle todo lo que me dolía, pero sólo pude llorar en silencio. Ella se levantó despacio y me abrazó por detrás, como cuando era chica y mi mamá no estaba en casa.

—Perdoname, hija. No supe hacerlo mejor.

Nos quedamos así un rato largo, hasta que el té se enfrió y las sombras llenaron la cocina.

Antes de irme, Mamá Rosa me tomó la mano.

—No quiero morirme sin arreglar las cosas con vos. No tengo mucho tiempo… El médico dice que tengo algo en el corazón.—Su voz era apenas un susurro.

Me quedé helada. No sabía si era cierto o si era una forma de hacerme sentir culpa. Pero algo en sus ojos me hizo creerle.

Salí a la calle con el corazón apretado y la cabeza llena de preguntas. ¿Era posible perdonar después de tanto dolor? ¿O algunas heridas nunca cierran del todo?

A veces pienso que la familia es como ese té tibio: aunque no sea perfecto ni esté caliente como antes, igual puede darnos consuelo si aprendemos a tomarlo sin miedo al pasado.

¿Ustedes creen que realmente se puede perdonar todo? ¿O hay cosas que es mejor dejar enterradas para siempre?