¿Debo dejar que mi exsuegra vea a mi hija? Una historia de lealtad, dolor y decisiones difíciles
—¿Por qué la vas a dejar entrar, Mariana? —me preguntó mi hermana Lucía, cruzada de brazos frente a la puerta de mi departamento en la colonia Narvarte, mientras yo sostenía el globo rosa que decía “Feliz Cumpleaños”.
No respondí. Mi hija, Valentina, cumplía dos años y yo había preparado todo con esmero: pastel de tres leches, piñata de Peppa Pig, juguitos y gelatinas. Pero la casa estaba casi vacía. Julián, mi exmarido, ni siquiera llamó. Y ahora, doña Carmen, su madre, estaba abajo tocando el timbre.
—Es su abuela —susurré, más para convencerme a mí misma que a Lucía—. No tiene la culpa de lo que hizo Julián.
Lucía bufó y se fue a la cocina. Bajé las escaleras y abrí la puerta. Doña Carmen estaba ahí, con su vestido azul cielo y una bolsa de regalo enorme. Sus ojos brillaban de emoción y tristeza al mismo tiempo.
—¡Ay, Marianita! Gracias por dejarme venir —me abrazó fuerte—. ¿Cómo está mi niña?
Subimos juntas. Valentina corrió hacia ella y se abrazaron. Por un momento sentí alivio. Pero mientras partíamos el pastel y doña Carmen le cantaba “Las Mañanitas”, no podía dejar de pensar en Julián: en cómo se fue hace un año, en cómo dejó de llamar, en cómo me dejó sola con una niña pequeña y mil cuentas por pagar.
Después del pastel, doña Carmen me ayudó a limpiar. Lucía seguía molesta, lanzando miradas cortantes.
—Mariana —dijo doña Carmen en voz baja—. Yo sé que Julián ha sido un tonto… pero Valentina no tiene la culpa. Yo quiero estar en su vida. No me quites eso.
Sentí un nudo en la garganta. Recordé todas las veces que doña Carmen me defendió cuando Julián llegaba tarde o se iba de fiesta. Recordé cómo me llevó al hospital cuando nació Valentina porque Julián estaba “atascado en el tráfico”.
Pero también recordé las veces que la familia de Julián me culpó por el divorcio. Las miradas en las fiestas familiares, los comentarios venenosos: “Una mujer debe saber mantener a su marido”.
—No quiero quitarle nada a Valentina —le respondí—. Pero tampoco quiero que ella crezca esperando algo de su papá que nunca va a llegar.
Doña Carmen bajó la mirada. Se quedó callada un momento y luego sacó una foto vieja de su bolsa: Julián de niño, en brazos de su propio padre.
—Mi esposo también se fue —dijo—. Y yo hice todo lo posible para que Julián no sintiera ese vacío… pero nunca lo logré del todo. No quiero que pase lo mismo con Valentina.
Me quedé helada. ¿Estaba repitiendo la historia? ¿Estaba condenando a mi hija a buscar el amor de un padre ausente?
La fiesta terminó temprano. Doña Carmen se fue con lágrimas en los ojos y Lucía cerró la puerta con fuerza.
—No entiendo por qué te esfuerzas tanto —me dijo Lucía—. Al final, siempre eres tú la que termina lastimada.
Esa noche no pude dormir. Miré a Valentina dormida, abrazando el peluche que le regaló su abuela. Pensé en mi propia infancia: mi papá también se fue cuando yo tenía cinco años. Mi mamá nunca habló mal de él, pero tampoco permitió que sus padres nos buscaran.
¿Había crecido mejor por eso? ¿O me faltó algo?
Al día siguiente, recibí un mensaje de Julián:
“Perdón por no llamar ayer. Ando con mucho trabajo.”
Ni una palabra para Valentina.
Durante semanas, doña Carmen me mandó mensajes preguntando si podía ver a su nieta. Yo dudaba cada vez más. Lucía insistía en que debía cortar todo contacto: “No le debes nada a esa familia”. Pero cada vez que veía a Valentina jugar con el peluche azul, pensaba en lo feliz que estuvo ese día.
Un sábado por la tarde, llevé a Valentina al parque. Doña Carmen estaba ahí, sentada en una banca con una bolsa de galletas.
—No quiero incomodarte —me dijo apenas me vio—. Solo quería verla un ratito.
Valentina corrió hacia ella gritando “¡abuela!”. Se abrazaron fuerte y yo sentí una punzada en el pecho: celos, miedo… ¿culpa?
Me senté junto a ellas y vi cómo jugaban juntas. Doña Carmen me miró y dijo:
—Yo sé que no soy perfecta, Mariana. Pero te prometo que nunca voy a fallarle a Valentina como lo hizo Julián.
Me quedé callada largo rato. Pensé en todas las mujeres solas que conozco: mi vecina Sandra, que cría a sus hijos sin ayuda; mi prima Ana, que nunca dejó que los abuelos paternos vieran a sus niños porque “no se lo merecen”. ¿Hacemos bien? ¿O solo repetimos los mismos errores?
Esa noche, mientras bañaba a Valentina, ella me preguntó:
—¿Mañana viene mi abuela?
No supe qué responderle.
Hoy sigo dudando si hago lo correcto al dejar entrar a doña Carmen en nuestras vidas. ¿Estoy siendo leal a mí misma y protegiendo a mi hija? ¿O estoy aferrándome a una familia rota por miedo a estar sola?
A veces me pregunto: ¿Qué es más importante? ¿La lealtad hacia nosotras mismas o los lazos familiares? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?