A los 38 años, sola y feliz: Mi verdad incómoda

—¿Y tú para cuándo, Mariana? —La voz de mi tía Lupita retumba en el comedor, entre el aroma del mole y el murmullo de los primos jugando en el patio. Todos los ojos se clavan en mí, como si mi soltería fuera una mancha en la mesa perfectamente puesta para la comida familiar del domingo.

Respiro hondo. Ya conozco este guion. Lo he escuchado desde que cumplí treinta y, con cada año que pasa, la pregunta se vuelve más insistente, más cargada de lástima o de juicio. —No sé, tía. Por ahora estoy bien así —respondo, intentando sonreír, aunque por dentro me arde la incomodidad.

Mi mamá, sentada a mi lado, baja la mirada. Sé que le duele. Ella soñaba con verme vestida de blanco, con nietos corriendo por su casa en Iztapalapa. Pero yo… yo nunca soñé con eso. Desde niña supe que quería otra vida: una donde pudiera decidir por mí misma, donde no tuviera que pedir permiso para viajar o para comprarme un café caro en la Roma.

Trabajo como gerente de proyectos en una empresa tecnológica. Me costó años llegar aquí: jornadas eternas, jefes que dudaban de mí por ser mujer, compañeros que me decían “mijita” condescendientemente. Pero lo logré. Tengo mi departamento en la Narvarte, mi coche —un Chevy viejo pero mío— y una gata llamada Frida que me espera cada noche.

Pero nada de eso parece importar cuando llega el tema de los hijos o el matrimonio. En las reuniones familiares o en las bodas de mis amigas, siempre hay alguien que me mira con compasión disfrazada de curiosidad: “¿No te sientes sola?”, “¿No te da miedo quedarte sin nadie?”, “¿Y si te arrepientes después?”

A veces me pregunto si tienen razón. Hay noches en las que el silencio de mi departamento pesa más que el concreto del edificio. Veo las fotos de mis amigas con sus bebés y siento una punzada de duda. Pero luego recuerdo las veces que he viajado sola a Oaxaca, los libros que he leído sin interrupciones, las tardes enteras viendo películas extranjeras sin negociar el control remoto. Y sonrío.

La presión no viene solo de mi familia. En la oficina, cuando llega el Día de las Madres o San Valentín, siempre hay bromas: “Mariana, ¿y tú cuándo nos traes pastel?” o “Ya te vamos a poner en Tinder”. Me río con ellos, pero por dentro me cansa tener que justificar mi vida como si fuera un error a corregir.

Hace un año, conocí a alguien: Andrés, un arquitecto divorciado con dos hijos adolescentes. Salimos un par de meses. Era divertido y atento, pero pronto empezó a hablar del futuro: “¿Te gustaría tener hijos? Porque yo sí quiero más”. Sentí un nudo en el estómago. No quería mentirle ni engañarme a mí misma. Así que le dije la verdad: “No quiero ser mamá. No es algo que me falte”.

Andrés se quedó callado unos segundos y luego me dijo: “Pero… ¿y si te arrepientes? ¿No te da miedo quedarte sola?”. La misma pregunta, otra vez. Terminamos poco después. Me dolió, claro. Pero también sentí alivio.

A veces pienso que la soledad es como ese café amargo que aprendí a tomar en la universidad: al principio cuesta, pero después descubres matices que nadie más nota. He aprendido a disfrutar mis domingos en el parque México leyendo bajo los árboles; a celebrar mis logros sin esperar la aprobación de nadie; a llorar mis tristezas sin esconderme.

Mi papá murió cuando yo tenía quince años. Recuerdo su voz diciéndome: “Tú puedes ser lo que quieras, Marianita”. Él nunca me preguntó cuándo me iba a casar ni cuántos hijos iba a tener. Solo quería verme feliz. A veces me pregunto qué pensaría si viera la vida que he construido.

Hace poco, mi hermana menor anunció su embarazo. La casa se llenó de globos rosas y azules, y todos lloraron de emoción. Yo también lloré, pero no por envidia ni tristeza: lloré porque vi en sus ojos la felicidad genuina de cumplir su sueño. Y entendí que cada quien tiene su propio camino.

Un sábado cualquiera, mientras tomaba café en mi balcón viendo cómo el sol caía sobre la ciudad, mi mamá me llamó por teléfono:

—Hija… ¿de verdad eres feliz así?

Me quedé callada un momento. Podía escuchar el tráfico lejano y el maullido de Frida pidiendo atención.

—Sí, mamá —le dije—. Soy feliz porque esta vida la elegí yo.

No sé si lo entendió del todo, pero al menos ya no insiste tanto.

A veces me pregunto si algún día dejarán de vernos como incompletas a las mujeres que elegimos otro camino. Si dejarán de medir nuestra felicidad por los hijos o el anillo en el dedo. ¿Por qué cuesta tanto aceptar que hay muchas formas de estar bien?

Y tú… ¿alguna vez has sentido esa presión? ¿Crees que una mujer puede ser realmente feliz sola? Me encantaría saber qué piensan.