Lágrimas en el asfalto: La historia de una familia rota
—¡Matías, bájate de ahí! —grité desde la cocina, con la voz quebrada por el cansancio y el miedo. Pero ya era tarde. El sonido de los frenos chillando en la avenida, el golpe seco contra el asfalto y el grito ahogado de mi esposa, Lucía, se mezclaron en un instante que aún hoy me persigue en sueños.
Ese día, el sol apenas asomaba entre los edificios grises de nuestro barrio en Ciudad del Este. Yo preparaba café mientras Lucía intentaba convencer a Matías de que se pusiera los zapatos para ir a la escuela. Tenía apenas siete años y una energía que desbordaba nuestro pequeño departamento. Siempre corría, siempre reía, siempre soñaba con ser futbolista como su tío Ernesto, el único que había logrado salir adelante en esta familia marcada por la pobreza y las promesas rotas.
—¡Papá, mira cómo corro! —gritó Matías, saliendo disparado por la puerta antes de que pudiera detenerlo.
Recuerdo el olor a pan recién horneado de la panadería de Doña Rosa, el bullicio de los colectivos y las motos, y el murmullo de los vecinos apurados por llegar al trabajo. Todo era rutina hasta ese instante. Matías cruzó la calle sin mirar, persiguiendo una pelota vieja que rodó hacia el asfalto. El conductor del camión nunca lo vio. Yo tampoco vi venir la tragedia.
Corrí como nunca antes en mi vida. Sentí cómo el mundo se desmoronaba bajo mis pies mientras levantaba a mi hijo del suelo, su cuerpo pequeño e inerte entre mis brazos. Lucía llegó segundos después, gritando su nombre, suplicando un milagro que no llegó. Los vecinos se agolparon alrededor, algunos rezando, otros llorando, todos impotentes ante la brutalidad del destino.
En el hospital, las horas se hicieron eternas. Los médicos entraban y salían sin mirarnos a los ojos. Al final, uno de ellos se acercó y nos dijo lo que ya sabíamos pero nos negábamos a aceptar: Matías no sobrevivió. Lucía cayó de rodillas, desgarrada por el dolor. Yo solo pude abrazarla y llorar en silencio, sintiendo cómo la culpa me devoraba por dentro.
Los días siguientes fueron un infierno. La casa se llenó de parientes y amigos trayendo comida y palabras vacías. Mi madre rezaba en voz alta mientras mi padre me miraba con reproche, como si todo fuera mi culpa. Y quizás lo era. ¿Por qué no lo detuve? ¿Por qué no fui más estricto? ¿Por qué no crucé yo primero?
Lucía dejó de hablarme. Se encerró en el cuarto de Matías y pasaba horas abrazando su camiseta favorita, esa azul con el número 10 en la espalda. Yo dormía en el sofá, rodeado de botellas vacías y recuerdos rotos. El trabajo en la fábrica se volvió insoportable; cada máquina, cada ruido me recordaba el sonido del camión aquel día.
Una tarde, Ernesto vino a verme. Se sentó a mi lado sin decir nada durante varios minutos. Finalmente habló:
—Dario, tenés que perdonarte. Nadie tiene la culpa de lo que pasó.
—¿Y cómo hago eso? —le respondí entre lágrimas—. ¿Cómo sigo viviendo sabiendo que fallé como padre?
Ernesto me miró con tristeza.
—No hay respuestas fáciles, hermano. Pero Matías no querría verte así.
Las palabras de Ernesto me acompañaron durante semanas. Intenté acercarme a Lucía, pero ella seguía distante, perdida en su propio dolor. Un día encontré una carta sobre la mesa: “Necesito tiempo para sanar. No sé si algún día podré perdonarte ni perdonarme a mí misma”. Se fue a vivir con su hermana en Encarnación.
Me quedé solo con mis fantasmas. Las noches eran interminables; repasaba una y otra vez cada detalle de aquel día maldito. Empecé a ir a un grupo de apoyo para padres que han perdido hijos. Allí conocí a Marta, una mujer que había perdido a su hija en un incendio. Sus palabras me dieron algo de consuelo:
—El dolor nunca se va, Dario. Solo aprendemos a vivir con él.
Poco a poco, empecé a reconstruir mi vida. Volví al trabajo y retomé mis estudios nocturnos para terminar el bachillerato que había dejado años atrás. Adopté un perro callejero al que llamé Sol, porque necesitaba algo de luz en medio de tanta oscuridad.
A veces visito la tumba de Matías y le hablo como si pudiera escucharme:
—Perdóname, hijo. Te extraño todos los días.
La herida sigue abierta, pero he aprendido a vivir con ella. Lucía y yo hablamos de vez en cuando; ambos sabemos que nunca volveremos a ser los mismos. La vida sigue, aunque a veces duela respirar.
Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿cuántas familias más tienen que pasar por esto para que las calles sean seguras para nuestros hijos? ¿Cuándo aprenderemos a cuidarnos unos a otros?
¿Ustedes creen que algún día podré perdonarme? ¿O hay heridas que simplemente nunca sanan?