El precio de mi libertad: la historia de Mariana

—¿Otra vez con esa idea, Mariana?—. La voz de Julián retumbó en la cocina, donde el aroma del café recién hecho se mezclaba con el olor a arepas tostadas. —Te lo he dicho mil veces: tu deber es estar aquí, con los niños. ¿Para qué quieres trabajar afuera? ¿No te basta con lo que tienes?

Me quedé mirando la taza entre mis manos, sintiendo cómo el calor no lograba derretir el frío que se me instalaba en el pecho. Afuera, Medellín despertaba con su bullicio habitual, pero dentro de mi casa todo parecía detenido en el tiempo. Mis hijos, Camila y Tomás, jugaban en la sala, ajenos a la tensión que flotaba entre sus padres.

No era la primera vez que teníamos esa conversación. Desde que me casé con Julián, supe que él esperaba una esposa tradicional: dedicada al hogar, a los niños, a él. Al principio pensé que podría conformarme, que el amor y la familia serían suficientes. Pero con los años, la rutina se volvió una jaula invisible. Me levantaba cada día a las cinco de la mañana, preparaba desayunos, llevaba a los niños al colegio, limpiaba la casa, hacía el almuerzo… y así hasta la noche. Mi vida era un ciclo sin fin.

A veces, mientras lavaba los platos o doblaba ropa, sentía que me desvanecía poco a poco. ¿Dónde había quedado la Mariana que soñaba con ser abogada? ¿La que leía novelas bajo la luz de una lámpara vieja en la casa de mi mamá en Envigado? ¿La que quería cambiar el mundo?

Una tarde, mientras recogía a Camila del colegio, vi un cartel pegado en la entrada: «Curso gratuito de informática para mujeres». Algo dentro de mí se encendió. Tomé una foto del cartel y esa noche, mientras Julián veía fútbol en la sala, me atreví a mencionarlo.

—Vi un curso de informática en el colegio de Cami. Es gratis y solo son dos horas por las tardes. Podría aprender algo nuevo…

Julián ni siquiera despegó los ojos del televisor. —¿Y quién va a cuidar a los niños? ¿Quién va a hacer la comida?—

—Podría organizarme…

—No Mariana. Ya te dije que no.

Esa noche lloré en silencio, tapándome la boca para no despertar a los niños. Sentí rabia, impotencia y una tristeza tan honda que me dolía el cuerpo. Pero también sentí algo más: una chispa de rebeldía.

Al día siguiente llamé a mi mamá. Ella siempre había sido mi refugio y mi cómplice.

—Mamá, quiero hacer un curso… pero Julián no quiere.

—Ay hija, los hombres son así. Pero tú no eres una niña. Si eso te hace feliz, hazlo. Yo puedo ayudarte con los niños cuando lo necesites.

Su apoyo fue como un abrazo cálido en medio del frío. Así que me inscribí al curso sin decirle nada a Julián. Durante dos meses, cada martes y jueves salía de casa diciendo que iba al supermercado o a una cita médica. Me sentía culpable por mentirle, pero también viva por primera vez en años.

Aprender cosas nuevas me devolvió la ilusión. Conocí a otras mujeres como yo: madres, esposas, todas cansadas de ser invisibles. Compartíamos historias y sueños entre risas y lágrimas.

Pero los secretos no duran para siempre. Una tarde, Julián llegó temprano del trabajo y no me encontró en casa. Cuando volví, su cara era una máscara de furia.

—¿Dónde estabas?—

Sentí que el corazón se me salía del pecho.

—En un curso…—

No me dejó terminar.

—¿Un curso? ¿Y los niños? ¿Y yo? ¿Te parece justo dejar tu casa por andar aprendiendo tonterías?

Esa noche discutimos como nunca antes. Me gritó, me acusó de ser egoísta, de querer destruir nuestra familia. Yo lloré y grité también; le dije que estaba cansada de ser solo «la mamá» o «la esposa», que quería ser Mariana otra vez.

Los días siguientes fueron un infierno. Julián apenas me hablaba y cuando lo hacía era para reprocharme. Mi suegra vino a visitarnos y no perdió oportunidad para recordarme cuál era mi lugar:

—Las mujeres de antes no necesitábamos cursos ni trabajos para ser felices. Mira cómo tienes a Julián…

Pero yo ya no podía volver atrás. Había probado el sabor de mi libertad y no pensaba renunciar a ella.

Un día tomé una decisión: busqué trabajo como asistente administrativa en una pequeña empresa del barrio. No era mucho dinero, pero era mío. Cuando le conté a Julián, él explotó:

—Si sales a trabajar, olvídate de esta casa.—

Sentí miedo, sí. Pero también sentí orgullo por atreverme a elegir mi propio camino.

Me fui con mis hijos a casa de mi mamá. No fue fácil: hubo noches sin dormir, días llenos de dudas y lágrimas escondidas en el baño para que Camila y Tomás no me vieran llorar. Pero también hubo risas nuevas, logros pequeños pero míos: mi primer sueldo, mi primer correo enviado sin ayuda, el abrazo de mis hijos cuando les compré helado con mi propio dinero.

Con el tiempo, Julián entendió que no iba a volver a ser la mujer sumisa que él quería. A veces viene a ver a los niños y hablamos con respeto, pero ya no hay amor entre nosotros.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de todo lo que tuve que perder para encontrarme a mí misma. No fue fácil desafiar las expectativas de mi familia ni enfrentar el juicio de la sociedad. Pero ahora sé que valió la pena.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos digan cuál es nuestro lugar? ¿Cuántas mujeres más tendrán que elegir entre su familia y sus sueños? Yo elegí ser libre… ¿y tú?