“Llévatela, a mí me da igual. Pero dame el dinero”: La historia de una hija vendida

—Llévatela, a mí me da igual. Pero dame el dinero primero.

La voz de mi madre retumbó en la sala como un trueno seco. Tenía nueve años y, aunque ya había escuchado gritos y reproches, nunca imaginé que yo misma sería la moneda de cambio. Mi padre, con la mirada baja y los billetes arrugados en la mano, no dijo nada. Sólo me tomó del brazo y salimos de la casa en Ecatepec, dejando atrás el olor a café frío y a resentimiento.

Durante años, esa frase fue mi sombra. Me perseguía en cada cumpleaños, en cada Navidad en la que faltaba una madre que me abrazara. ¿Cómo se puede vivir sabiendo que tu valor fue medido en pesos? ¿Cómo se aprende a querer cuando fuiste vendida como si fueras un mueble viejo?

Mi madre, Leticia, nunca fue cariñosa. Recuerdo sus manos ásperas lavando ropa ajena para sobrevivir, su ceño fruncido y su voz siempre cansada. Mi padre, Ernesto, era taxista y pasaba más tiempo en la calle que en casa. Cuando se separaron, yo tenía seis años y me quedé con mamá porque “las niñas necesitan a su madre”. Pero la pobreza y el rencor hicieron su trabajo: cada día era más difícil soportar su indiferencia.

Esa tarde, Ernesto llegó con una bolsa de pan dulce y una promesa: “Vas a vivir conmigo ahora, hija. Todo va a estar mejor.” Pero yo sólo podía mirar a mi madre, esperando una señal de arrepentimiento. No hubo nada. Ni una lágrima. Ni un adiós.

En casa de mi padre las cosas tampoco fueron fáciles. Su nueva pareja, Yolanda, me veía como un estorbo. “No eres mi hija, no esperes que te trate como tal”, me decía mientras servía la cena sólo para ella y para su hijo, Iván. Yo comía lo que quedaba o esperaba a que mi papá llegara tarde con tacos fríos.

En la escuela, mis compañeros notaban mi ropa vieja y mis zapatos rotos. “¿Por qué no vives con tu mamá?” preguntaban. Yo inventaba historias: que estaba enferma, que trabajaba lejos… Nunca tuve el valor de decir la verdad. ¿Quién podría entender que tu propia madre te vendió?

A veces soñaba con volver a verla. Imaginaba que llegaba a buscarme, arrepentida, llorando por haberme dejado ir. Pero los años pasaron y sólo supe de ella por chismes de vecinas: que se había ido a Chiapas con un hombre nuevo, que tenía otro hijo… Nunca preguntó por mí.

La adolescencia fue un infierno. Me rebelé contra todo: las reglas de Yolanda, la ausencia de mi padre, el silencio de mi madre. Empecé a faltar a clases y a juntarme con chicos mayores que me ofrecían cerveza y palabras bonitas. Buscaba cariño donde fuera, aunque fuera falso o pasajero.

Una noche, después de una pelea con Yolanda porque rompí un vaso sin querer, salí corriendo a la calle bajo la lluvia. Me senté en la banqueta y lloré hasta quedarme sin fuerzas. Un vecino, don Toño, se acercó y me ofreció un café caliente en su casa.

—¿Por qué lloras así, niña? —me preguntó con voz suave.
—Porque nadie me quiere —le respondí sin poder mirarlo a los ojos.

Don Toño me escuchó sin juzgarme. Me contó que él también fue abandonado por su madre cuando era niño en Veracruz y que tardó años en entender que el dolor no define quién eres. “Uno vale por lo que es, no por lo que otros deciden”, me dijo esa noche.

Sus palabras fueron un bálsamo. Empecé a buscar ayuda: hablé con la orientadora de la secundaria, escribí cartas que nunca envié a mi madre, leí libros sobre mujeres fuertes que sobrevivieron al abandono. Poco a poco entendí que mi historia no era única; en México y toda Latinoamérica hay miles de niños vendidos o entregados por sus padres por necesidad o por odio.

A los diecisiete años conseguí una beca para estudiar enfermería. Trabajé en una farmacia para pagar mis libros y rentar un cuarto lejos de Yolanda y su hijo Iván, quien nunca perdió oportunidad de recordarme que “no era parte de la familia”.

Conocí a Javier en la universidad. Era dulce y paciente; le conté mi historia poco a poco, temerosa de que él también me viera como alguien rota o indeseable. Pero él sólo me abrazó más fuerte.

—Tú vales mucho más que cualquier billete —me dijo una noche mientras veíamos las luces de la ciudad desde el techo del edificio.

Hoy tengo treinta años y trabajo en un hospital público en Iztapalapa. Veo madres desesperadas por salvar a sus hijos; otras los dejan solos en las salas de espera porque no pueden con la carga. Cada vez que atiendo a una niña triste o asustada, le sonrío como me hubiera gustado que alguien lo hiciera conmigo.

Nunca volví a ver a mi madre. A veces sueño con ella: está sentada frente a mí, con los mismos ojos duros de aquella tarde. Quiero preguntarle si alguna vez pensó en mí después de contar el dinero; si alguna vez sintió culpa o tristeza al recordar mi nombre.

A veces me pregunto si realmente es posible romper el ciclo del abandono; si algún día podré sentirme completamente amada o si siempre viviré con ese hueco en el pecho.

¿Ustedes creen que el amor puede más que el dinero? ¿O hay heridas que nunca sanan?