El precio de mi milagro: Cuando el amor de madre se convierte en una jaula

—¡No me importa, mamá! ¡Dije que no quiero comer eso! —gritó Emiliano, tirando el plato al suelo. El arroz con pollo se desparramó sobre las baldosas, y yo sentí cómo el corazón se me partía en dos. No por el escándalo, ni por la comida desperdiciada, sino porque reconocí en sus ojos la rabia de alguien que nunca aprendió a perder.

Me llamo Mariana Torres. Nací en Puebla, México, hace cuarenta y ocho años. Mi vida fue una larga espera: primero por el amor, luego por un hijo. Cuando conocí a Ricardo, ya tenía treinta y cinco. Nos casamos rápido, porque el tiempo apremiaba. Los médicos nos decían que era difícil, casi imposible. Pero yo no podía resignarme. Cada mes era una montaña rusa de ilusiones y lágrimas. Cuando finalmente llegó Emiliano, después de dos inseminaciones y una fe inquebrantable, sentí que el universo me debía algo.

Lo juro: desde el primer día, Emiliano fue mi milagro. Lo miraba dormir y me prometía que nunca le faltaría nada. Ricardo y yo nos desvivíamos por él. Si lloraba, corríamos los dos. Si quería un juguete, lo tenía antes de pedirlo dos veces. Si no quería ir a la escuela, lo convencíamos con premios. «Déjalo, Mariana —me decía mi suegra—, los niños necesitan límites.» Pero yo no podía. ¿Cómo negarle algo al hijo que esperé toda la vida?

—¿Por qué siempre le das todo? —me preguntaba Ricardo en las noches, cuando Emiliano dormía entre nosotros porque tenía miedo a la oscuridad.
—Porque es nuestro milagro —le respondía yo—. Porque no sé si mañana lo tendré todavía.

Los años pasaron volando. Emiliano creció rodeado de amor… y de concesiones. A los seis años ya tenía su propio iPad. A los ocho, exigía ropa de marca porque «todos en la escuela la usan». A los diez, si no ganaba en fútbol, armaba berrinches que hacían temblar la casa entera.

Yo veía las miradas de las otras mamás en la escuela privada a la que lo llevábamos. Algunas me sonreían con lástima; otras cuchicheaban entre ellas. «Ese niño hace lo que quiere», decían. Yo me encogía de hombros y pensaba: «Nadie sabe lo que es esperar tanto por un hijo».

Pero la verdad es que sí lo sabían. O al menos sabían lo que yo no quería ver: que mi amor se estaba volviendo veneno.

La primera vez que Emiliano me insultó tenía doce años. Fue porque le quité el celular durante la cena. «¡Eres una vieja loca!», gritó delante de Ricardo. Sentí una punzada en el pecho, pero no dije nada. Ricardo sí: le dio una bofetada y luego se encerró en el baño a llorar.

Esa noche discutimos hasta el amanecer.
—Lo estás malcriando —me dijo Ricardo—. No podemos seguir así.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Golpearlo? ¿Mandarlo lejos? ¡Es nuestro hijo!
—No —respondió él—. Pero tampoco podemos dejar que nos falte al respeto.

No supe qué contestar. Me sentí sola, atrapada entre mi culpa y mi miedo.

Con los años, Emiliano se volvió más exigente, más frío. A los quince ya no quería salir con nosotros; prefería encerrarse en su cuarto con videojuegos y amigos virtuales. Si le pedíamos ayuda en la casa, se burlaba: «Para eso tienen a la señora de limpieza».

Un día llegué temprano del trabajo y lo encontré fumando marihuana en el patio con dos amigos. Me temblaron las piernas.
—¿Qué haces? —le grité.
—Relájate, mamá —me contestó—. No es para tanto.

Lloré toda la noche. Ricardo intentó hablar con él, pero Emiliano solo se burló: «¿Y tú qué sabes? Nunca estás aquí».

La distancia entre nosotros creció como una grieta imposible de cerrar. Yo seguía comprándole cosas: tenis nuevos, viajes al extranjero, hasta una moto cuando cumplió diecisiete. Pensé que así lo haría feliz… o al menos agradecido.

Pero nada era suficiente.

Hace dos meses ocurrió lo peor: Emiliano llegó borracho a casa a las tres de la mañana y chocó la moto contra la reja del vecino. Por suerte no le pasó nada grave, pero el susto fue brutal.

Ricardo explotó:
—¡Se acabó! ¡No más regalos! ¡No más consentimientos! ¡Este niño necesita aprender!

Yo intenté defenderlo:
—Es solo una etapa…
—¡No! —me interrumpió Ricardo—. Es culpa nuestra… ¡tuya!

Me quedé muda. Por primera vez sentí que había perdido a mi familia.

Desde entonces, Emiliano apenas me habla. Solo baja a comer si hay pizza o hamburguesas; si no, se encierra y grita por WhatsApp con sus amigos. Ricardo duerme en el sofá casi todas las noches.

A veces me siento frente al espejo y no reconozco a la mujer que veo: ojerosa, cansada, derrotada.

Me pregunto dónde estuvo el error exacto: ¿Fue cuando le di su primer berrinche? ¿Cuando le compré ese iPad? ¿Cuando preferí callar para evitar un conflicto?

El otro día fui al mercado y escuché a dos señoras hablar sobre sus hijos:
—Hay que ponerles límites desde chiquitos —decía una—; si no, después ya es tarde.
Sentí ganas de llorar ahí mismo entre los jitomates y las cebollas.

Mi mamá vino a visitarme hace poco. Me abrazó fuerte y me dijo:
—Hija, nunca es tarde para cambiar… pero tienes que ser fuerte.

No sé si puedo serlo. No sé si tengo derecho a exigirle a Emiliano lo que nunca le pedí antes: respeto, empatía, responsabilidad.

A veces pienso en todas las mujeres como yo: madres tardías que aman tanto a sus hijos que terminan por perderlos entre algodones y regalos caros. ¿Cuántas estarán llorando ahora mismo por un hijo al que no saben cómo acercarse?

Hoy escribo esto mientras escucho a Emiliano reírse en su cuarto con sus amigos virtuales. Siento nostalgia por ese bebé al que juré proteger siempre… y miedo por el joven en el que se ha convertido.

¿Será posible reparar tanto daño? ¿Podré recuperar a mi hijo… o ya es demasiado tarde?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llega el amor antes de volverse una jaula?