No soy tu sirvienta: Ocho años bajo el yugo de mi suegra
—¿Otra vez, mamá? —escuché la voz cansada de mi esposo, Andrés, mientras colgaba el teléfono—. Dice que tenemos que ir este sábado, que hay que limpiar el patio y ayudarle con la despensa.
Sentí cómo la rabia me subía por el pecho. No era la primera vez. Desde que nos mudamos de San Juan del Río al centro de Querétaro, cada fin de semana era igual: la llamada de doña Carmen, mi suegra, exigiendo nuestra presencia en su casa. No pedía ayuda, la exigía, como si fuera nuestro deber sagrado.
—¿Y tú qué le dijiste? —pregunté, tratando de mantener la calma.
Andrés suspiró, evitando mi mirada—. Que sí, que vamos.
Me senté en la cama y apreté los puños. Ocho años. Ocho años intentando agradarle, soportando sus críticas veladas sobre mi forma de cocinar, sobre cómo educo a mis hijos, sobre mi acento costeño que nunca le gustó. Ocho años de ceder para evitar discusiones, de ser la nuera ejemplar que nunca levanta la voz.
Recuerdo el primer año de casados. Yo quería que todo fuera armonía. Me esmeraba en llevarle flores, en ayudarle a preparar los tamales para la fiesta patronal. Pero nada era suficiente. Siempre encontraba algo mal: «Así no se hace el mole, hija», «¿Por qué no trajiste a los niños con suéter?», «Andrés nunca se enfermaba cuando vivía conmigo».
Al principio, Andrés me defendía. Pero con el tiempo, se fue cansando. «Es mi mamá, así es ella», me decía. Y yo me fui resignando. Cada sábado era una batalla interna: dejar mis planes, mis ganas de descansar o salir con mis amigas, para ir a servirle a una mujer que nunca me aceptó del todo.
El colmo llegó un domingo de agosto. Habíamos planeado ir al parque con los niños; hacía meses que no teníamos un día solo para nosotros. Pero a las siete de la mañana sonó el teléfono.
—¡María! —la voz de doña Carmen retumbó en el auricular—. ¿Dónde están? Hoy toca limpiar el techo y podar los árboles. No se les vaya a ocurrir faltar.
Sentí un nudo en la garganta. Miré a Andrés, esperando que dijera algo, que pusiera un límite. Pero solo bajó la mirada y empezó a vestirse.
Ese día, mientras recogía ramas bajo el sol ardiente y escuchaba sus reproches porque «no sabes usar bien el machete», algo dentro de mí se rompió.
Esa noche no pude dormir. Me pregunté en qué momento dejé de ser yo para convertirme en la sombra de una nuera obediente. Pensé en mi madre, allá en Veracruz, siempre tan fuerte y digna, enseñándome que nadie tiene derecho a pisotearte.
Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, le dije a Andrés:
—No voy a volver este fin de semana. Ni el próximo. Ni el que sigue.
Él me miró sorprendido—. ¿Estás bien?
—Estoy cansada —le respondí—. Cansada de vivir para complacerla. No soy su sirvienta ni su hija sumisa. Quiero recuperar mi vida.
Andrés no dijo nada al principio. Se fue al trabajo en silencio. Pero esa tarde, doña Carmen llamó otra vez.
—¿Por qué no vino María? —escuché que preguntaba desde el altavoz—. ¿Está enferma o qué?
Andrés tragó saliva—. Mamá, María necesita descansar. No puede estar viniendo cada semana.
Un silencio incómodo llenó la sala.
—¡Ah! Ya veo cómo son las cosas —dijo ella con voz cortante—. Cuando yo me muera, ahí sí van a llorar porque nadie les va a hacer el favor de enseñarles nada.
Colgó sin despedirse.
Esa noche discutimos fuerte. Andrés me reclamó por ponerlo entre la espada y la pared; yo le grité que ya estaba harta de ser invisible en mi propia casa.
Los días siguientes fueron tensos. Doña Carmen dejó de llamar por una semana entera. Yo sentí culpa al principio: culpa por no ayudarla, por romper una costumbre familiar tan arraigada en nuestra cultura mexicana; culpa por pensar primero en mí.
Pero también sentí alivio. Por primera vez en años tuve un sábado libre para llevar a mis hijos al cine, para dormir hasta tarde, para leer un libro sin sentirme vigilada o juzgada.
Las cosas no mejoraron de inmediato. Andrés estaba distante; los niños preguntaban por su abuela; algunos familiares empezaron a murmurar que yo era una malagradecida.
Un día recibí un mensaje de mi cuñada, Lucía:
—Oye, María, ¿por qué ya no vienes? Mi mamá dice que te crees mucho desde que vives en la ciudad.
Respiré hondo antes de responder:
—No es eso, Lucía. Solo quiero tiempo para mí y para mi familia nuclear. No puedo vivir siempre bajo las órdenes de tu mamá.
No hubo respuesta.
Pasaron los meses y poco a poco las aguas se calmaron. Andrés empezó a entenderme; incluso se atrevió a decirle a su madre que también necesitaba espacio para su propia familia. Doña Carmen nunca lo aceptó del todo; siguió llamando de vez en cuando, pero ya no con la misma autoridad ni frecuencia.
Aprendí a poner límites, aunque eso significara ser señalada o criticada por algunos parientes. Aprendí que no hay amor verdadero donde hay abuso o manipulación emocional disfrazada de «tradición» o «familia».
A veces me pregunto si hice lo correcto; si fui demasiado dura o egoísta. Pero luego veo a mis hijos felices un domingo cualquiera y sé que valió la pena pelear por mi propio espacio.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que las viejas costumbres nos roben la paz? ¿Cuántas mujeres más tienen miedo de decir basta por temor al qué dirán? Ojalá mi historia sirva para abrir los ojos y animar a otras a poner límites donde hace falta.