Por fin solté la mano de mi hijo: la historia de una madre y sus miedos en el corazón de México

—¡No puedes seguir tratándolo como un niño, Mariana! —gritó mi madre desde la cocina, mientras yo intentaba convencer a Santiago de que no saliera esa noche con sus amigos.

El eco de su voz rebotó en las paredes de la casa, esa misma casa en la que crecí y a la que volví derrotada hace diecisiete años, cuando la vida me quitó el futuro que soñé. Santiago, mi hijo, tenía diecisiete años y yo apenas treinta y cinco. Y aunque todos decían que era joven para ser madre de un adolescente, yo sentía que el tiempo se me había ido como agua entre los dedos.

Recuerdo el día en que todo cambió. Había terminado la universidad en Puebla junto a Daniel, el papá de Santiago. Los dos soñábamos con trabajar en la ciudad, ahorrar para un departamento y viajar. Pero el país no estaba para sueños: Daniel se fue a buscar trabajo a Monterrey y nunca volvió. Yo, con un bebé en brazos y sin empleo, regresé a casa de mis padres en Atlixco. Mi papá me recibió con un abrazo silencioso; mi mamá, con una lista interminable de consejos y advertencias.

—No es justo para él —insistió mi madre esa noche—. Tienes que dejarlo crecer.

Pero ¿cómo dejarlo? Si desde que nació, Santiago fue mi razón para levantarme cada mañana. Lo vi dar sus primeros pasos en este mismo patio, aprendió a leer sentado en mis piernas mientras yo repasaba viejos libros de pedagogía. Cuando cumplió diez años y pidió ir solo al mercado, lo seguí a escondidas desde la esquina. Siempre tuve miedo: miedo a que le pasara algo, miedo a que se sintiera solo como yo me sentí cuando Daniel se fue.

Santiago entró a la cocina con su mochila colgada del hombro.

—Ma, ya voy. No te preocupes, regreso temprano.

Su voz era firme, pero sus ojos buscaban mi aprobación. Quise decirle que no fuera, que el mundo allá afuera era peligroso, que los amigos podían traicionarlo, que las calles estaban llenas de riesgos. Pero solo asentí con la cabeza y lo vi salir por la puerta.

Me quedé sentada en la mesa, mirando el reloj y escuchando los murmullos de mi madre con su rosario en mano. Recordé todas las veces que me dijeron que debía dejarlo ser independiente, pero ¿cómo hacerlo cuando yo misma nunca aprendí a serlo? Mis padres siempre estuvieron ahí para mí, incluso cuando no los quería cerca.

Esa noche no dormí. Pensé en todas las madres solteras que conocí en el centro comunitario donde trabajo ahora. Mujeres como yo, atrapadas entre el deber y el miedo, entre la culpa y el amor. Pensé en las veces que rechacé invitaciones de trabajo porque no podía dejar solo a Santiago. En las oportunidades perdidas por miedo a fallar como madre.

A las dos de la mañana escuché la puerta. Santiago entró despacio, creyendo que dormía.

—¿Cómo te fue? —pregunté desde la penumbra.

Se sobresaltó y sonrió.

—Bien, ma. Solo fuimos por unos tacos y platicamos. No pasó nada malo.

Sentí una mezcla de alivio y tristeza. ¿Cuándo había dejado de confiar en él? ¿Cuándo se volvió tan difícil soltarlo?

Al día siguiente, mi madre me sirvió café y me miró con esa mezcla de ternura y reproche tan suya.

—Tienes que dejarlo vivir su vida, Mariana. Si no lo haces tú, lo hará él solo y te dolerá más.

No respondí. Salí al patio y vi a Santiago jugando fútbol con los vecinos. Reía como cuando era niño, pero ya no era ese niño indefenso al que debía proteger de todo. Era un joven fuerte, inteligente y bueno.

Esa tarde lo llamé para hablar.

—Santiago —le dije—, sé que he sido muy sobreprotectora contigo. Es solo que… tengo miedo de perderte.

Él me abrazó fuerte.

—No me vas a perder, ma. Solo necesito espacio para crecer.

Lloré en silencio mientras lo abrazaba. Por primera vez entendí que amar también es dejar ir.

Desde ese día empecé a soltar poco a poco. Lo dejé tomar sus propias decisiones: elegir su carrera, salir con sus amigos, equivocarse y aprender. No fue fácil; cada vez que salía sentía un nudo en el estómago. Pero también sentí orgullo al verlo regresar feliz, contarme sus historias y confiar en mí como amiga y no solo como madre.

Hoy Santiago está por irse a estudiar a la Ciudad de México. La casa se siente más vacía cada día, pero también más llena de esperanza. Mi madre me mira con complicidad; sabe lo difícil que fue este proceso para mí.

A veces me pregunto si hice lo correcto al quedarme tantos años aquí por miedo a enfrentar el mundo sola. ¿Le robé a mi hijo la oportunidad de ser más independiente? ¿O le di el ejemplo de un amor incondicional?

Ahora solo puedo esperar que él encuentre su propio camino y que algún día entienda mis miedos y mis silencios.

¿Hasta dónde debemos proteger a nuestros hijos antes de aprender a soltarlos? ¿Cuántas madres allá afuera sienten este mismo miedo? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?