El precio del ascenso: Entre la lealtad y la traición
—¿Ya viste el correo, Mariana? —La voz de Lucía, mi compañera de oficina desde hace siete años, temblaba entre la rabia y el asombro. Yo aún no había abierto mi laptop, pero su tono me hizo sentir un escalofrío en la espalda.
—¿Qué pasó ahora? —pregunté, aunque en el fondo temía la respuesta.
—Nombraron a la nueva directora… y no eres tú. Ni siquiera es alguien de aquí. —Lucía me miró con los ojos húmedos, como si la noticia le doliera tanto como a mí.
Me quedé en silencio. El aire acondicionado zumbaba sobre nuestras cabezas, indiferente al drama que se desataba en ese pequeño cubículo de la oficina en el centro de Ciudad de México. Había trabajado doce años en esa empresa, soportando jefes gritones, jornadas dobles, y hasta acoso disfrazado de bromas pesadas. Había sacrificado cumpleaños de mis hijos, cenas con mi esposo, y hasta mi salud mental por ese maldito ascenso que ahora le daban a una desconocida.
—¿Quién es? —logré preguntar, tragando saliva.
—Se llama Valeria Torres. Viene de Monterrey. Dicen que es amiga del nuevo gerente general… —Lucía bajó la voz, como si temiera que las paredes escucharan.
Sentí cómo el coraje me subía al rostro. ¿Otra vez lo mismo? ¿Otra vez el compadrazgo, las palancas, los favores bajo la mesa? Recordé las veces que defendí a la empresa frente a mi familia: “Aquí sí valoran el esfuerzo”, decía yo. Qué ingenua.
Esa tarde llegué a casa antes de lo habitual. Mi esposo, Javier, estaba sentado en la sala con mi hija Sofía haciendo tarea.
—¿Y ese milagro? —me preguntó Javier, sonriendo.
Me derrumbé en el sillón y las lágrimas comenzaron a salir sin permiso. Sofía me miró asustada.
—¿Qué pasó, mamá?
—Nada, mi amor… sólo estoy cansada —mentí, porque no quería cargarla con mis frustraciones.
Javier me abrazó fuerte. —¿No te dieron el puesto?
Negué con la cabeza. Él suspiró y me besó la frente. —No sé qué más tienes que hacer para que te reconozcan ahí…
Esa noche casi no dormí. Pensaba en todo lo que había hecho para llegar hasta aquí: los cursos nocturnos, los proyectos extra, los fines de semana en la oficina mientras otros disfrutaban con sus familias. Pensaba en mi madre, que siempre me decía: “Tienes que ser el doble de buena porque eres mujer”. Y ahora sentía que ni siendo el triple bastaba.
Al día siguiente, la oficina era un hervidero de rumores. Algunos decían que Valeria había sido novia del gerente; otros aseguraban que traía una lista negra para despedir gente. Yo sólo quería desaparecer.
En la primera reunión con Valeria, ella entró con paso firme y sonrisa perfecta. Saludó a todos con un acento norteño marcado y nos pidió presentarnos uno por uno. Cuando llegó mi turno, sentí todas las miradas sobre mí.
—Mariana López —dije—. Coordinadora del área de proyectos especiales.
Valeria me sonrió como si ya supiera todo sobre mí. —He escuchado mucho de ti, Mariana. Espero que podamos trabajar juntas…
Sentí una punzada en el estómago. ¿Trabajar juntas? ¿Después de arrebatarme lo que era mío?
Esa semana fue un infierno. Valeria empezó a cambiar procesos sin consultar a nadie. Despidió a dos compañeros “por reestructuración”. Lucía lloraba en el baño todos los días; otros buscaban trabajo en LinkedIn a escondidas.
Una tarde, mientras revisaba unos reportes, recibí un mensaje anónimo: “Dicen que Valeria consiguió el puesto porque le hizo un favor al gerente en Monterrey”. Mi corazón latió más rápido. ¿Sería cierto? ¿O sólo era veneno para dividirnos más?
Esa noche discutí con Javier. Él me decía que renunciara, que no valía la pena seguir ahí. Pero yo no podía soltar tan fácil todo por lo que había luchado.
—¿Y si hablo con Recursos Humanos? —le pregunté.
—¿Y crees que te van a escuchar? Todos están coludidos…
Me sentí atrapada. No podía dormir ni comer bien; empecé a tener ataques de ansiedad. Mi hija me preguntaba por qué estaba tan seria todo el tiempo.
Un viernes, Valeria me llamó a su oficina.
—Mariana, sé que esperabas este puesto… pero quiero que sepas que valoro tu experiencia. Me gustaría que lideraras un nuevo proyecto conmigo.
La miré fijamente. ¿Era una trampa? ¿O realmente quería integrarme?
—¿Por qué yo? —pregunté con voz dura.
—Porque sé reconocer el talento cuando lo veo —respondió sin titubear.
Salí de ahí confundida y furiosa. ¿Debía aceptar? ¿O era sólo una forma de callarme?
Esa noche hablé con mi madre por teléfono.
—Mamá, siento que todo lo que hice fue para nada…
Ella guardó silencio unos segundos antes de responder:
—A veces la vida es injusta, hija. Pero tú decides si te quedas donde no te valoran o si luchas por lo que mereces.
Las palabras de mi madre me dieron fuerzas. Al día siguiente pedí una cita con Recursos Humanos y les conté todo: mis años de trabajo, mis logros, mi decepción por cómo se manejó el proceso del ascenso. No esperaba milagros, pero necesitaba decirlo en voz alta.
La semana siguiente fue tensa. Algunos compañeros me felicitaban por atreverme; otros me decían que era inútil pelear contra el sistema.
Un lunes recibí una llamada inesperada del gerente general.
—Mariana, queremos ofrecerte una compensación especial y un aumento…
Sentí rabia y alivio al mismo tiempo. No era lo que quería realmente, pero al menos reconocían mi esfuerzo públicamente.
Acepté el nuevo reto con Valeria, pero puse mis condiciones: respeto y autonomía para mi equipo. Poco a poco fui recuperando mi confianza y ganando aliados dentro y fuera del área.
Hoy sigo aquí, pero ya no soy la misma. Aprendí a poner límites y a exigir lo que merezco sin miedo al qué dirán.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto para que las cosas cambien? ¿Vale la pena seguir luchando desde adentro o es mejor buscar nuevos horizontes?