Entre el amor y el deber: La decisión que marcó mi vida
—¿De verdad crees que puedes dejarme a tu hijo así como así, Lucía? —La voz de mi suegra, doña Carmen, retumbó en la cocina, cortando el aire como un machete en caña. Yo estaba parada frente a ella, con las manos temblorosas y el corazón apretado, sintiendo que el mundo se me venía encima.
Esa mañana había amanecido con los ojos hinchados de tanto llorar. Mi esposo, Andrés, había salido temprano a trabajar en la fábrica de autopartes, como siempre. Yo me quedé sola con Emiliano, nuestro hijo de apenas ocho meses, que no paraba de llorar. La casa era un caos: los platos sucios amontonados, la ropa sin lavar y el llanto del niño rebotando en las paredes de nuestro pequeño departamento en el centro de Puebla.
No tenía a quién recurrir. Mi mamá vivía lejos, en Veracruz, y mis amigas estaban tan ocupadas como yo. Por eso, cuando escuché el timbre y vi a doña Carmen en la puerta con su bolsa del mandado, sentí un alivio inmenso. Pensé que por fin podría descansar un poco, aunque fuera una hora.
—¿Me puede ayudar con Emiliano? —le pregunté casi suplicando—. Necesito dormir aunque sea un ratito…
Ella me miró con esos ojos oscuros y profundos que siempre parecían juzgarme. Se quedó callada unos segundos eternos antes de responderme con esa frase que nunca olvidaré.
—¿De verdad crees que puedes dejarme a tu hijo así como así?
Sentí que me desmoronaba. ¿Por qué no podía simplemente decir sí o no? ¿Por qué tenía que hacerme sentir tan culpable? Me senté en una silla y empecé a llorar sin poder contenerme.
—No es fácil —le dije entre sollozos—. No tengo ayuda, Andrés nunca está y yo… yo ya no puedo más.
Doña Carmen suspiró y se sentó frente a mí. Por primera vez vi algo distinto en su mirada: no era juicio, era cansancio. Un cansancio antiguo, de esos que se heredan de generación en generación.
—Cuando Andrés era niño —empezó a contar—, yo tampoco tenía ayuda. Tuve que dejarlo solo muchas veces para ir a trabajar. Nadie me preguntó si podía o si quería. Solo lo hice porque no había otra opción.
Me quedé callada, escuchando su voz quebrada por los recuerdos. De pronto ya no era mi suegra, era una mujer rota por la vida, igual que yo.
—Pero tú tienes una opción —continuó—. Puedes pedir ayuda. Puedes decir que no puedes más. Eso es algo que nosotras nunca tuvimos.
Me limpió las lágrimas con su pañuelo y me abrazó fuerte. Sentí su calor y su dolor mezclados con los míos.
—Claro que te ayudo —me dijo al fin—. Pero prométeme que no vas a cargar sola con todo esto. No eres menos madre por necesitar un respiro.
A partir de ese día, todo cambió entre nosotras. Doña Carmen empezó a venir más seguido, pero ya no como una invitada incómoda ni como una jueza silenciosa. Venía como aliada, como cómplice en esta batalla diaria que es la maternidad.
Sin embargo, no todo fue fácil. Andrés empezó a notar la cercanía entre su madre y yo y se sintió desplazado. Una noche, mientras cenábamos frijoles con arroz, me lo soltó sin rodeos:
—¿Ahora mi mamá es más importante que yo?
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué los hombres creen que todo gira alrededor de ellos? Le expliqué lo que pasaba, pero él solo frunció el ceño y se fue a dormir sin decir nada más.
Al día siguiente, doña Carmen llegó temprano y notó mi tristeza.
—¿Qué pasó ahora?
Le conté lo de Andrés y ella soltó una carcajada amarga.
—Así son los hombres, hija. Siempre creen que uno les debe todo. Pero tú no te preocupes por eso. Haz lo que tengas que hacer para estar bien tú y tu hijo.
Con el tiempo, Andrés fue entendiendo poco a poco. Pero la relación entre nosotros cambió para siempre. Ya no era solo mi esposo; ahora era también el hijo de una mujer que había sufrido tanto como yo.
Un día, mientras Emiliano dormía en brazos de su abuela, me atreví a preguntarle algo que siempre me había dado miedo:
—¿Alguna vez te arrepentiste de ser madre?
Doña Carmen me miró largo rato antes de responder.
—No me arrepentí —dijo—, pero sí soñé muchas veces con otra vida. Una donde pudiera descansar, donde alguien me preguntara cómo estaba yo.
Sus palabras se quedaron conmigo mucho tiempo después. Empecé a hablar más con mis amigas sobre lo difícil que es ser madre en este país, donde todo recae sobre nosotras y nadie parece darse cuenta del peso que cargamos.
Hoy Emiliano tiene tres años y corretea por la casa mientras doña Carmen le cuenta historias de cuando era niña en Oaxaca. Yo trabajo medio tiempo desde casa y he aprendido a pedir ayuda sin sentirme menos por eso.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como nosotras siguen callando su cansancio por miedo al qué dirán? ¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que ser madre es cargar sola con todo?
¿Ustedes también han sentido ese peso? ¿Han encontrado apoyo o siguen luchando solas?