Entre la Amabilidad y el Temor: El Regalo Inesperado del Vecino
—¿Otra vez flores, Mariana?— preguntó Ricardo, mi esposo, con la voz quebrada entre el enojo y la incredulidad. Yo apenas podía sostener el ramo de girasoles que Julián, nuestro vecino del departamento 302, acababa de dejarme en la puerta. Era la tercera vez en una semana.
No supe qué responderle. Sentí el peso de su mirada, dura como las paredes de nuestro pequeño apartamento en el centro de Medellín. Afuera, el bullicio de la ciudad seguía su curso, pero dentro de esas cuatro paredes, el tiempo parecía haberse detenido.
Todo comenzó hace dos meses, cuando Julián se mudó al edificio. Era un hombre amable, siempre saludando a todos en el ascensor, ayudando a cargar las bolsas del mercado o regando las plantas del pasillo. La primera vez que me regaló algo fue una caja de chocolates artesanales. «Para la vecina más simpática», dijo con una sonrisa tímida. Yo reí, agradecida, sin pensar que ese gesto inocente sería el inicio de una pesadilla.
Ricardo nunca fue celoso, pero desde que Julián apareció, algo cambió en él. Se volvió más callado, más distante. Empezó a revisar mi celular a escondidas y a preguntarme detalles absurdos sobre mis horarios. «¿Por qué llegaste tarde? ¿Te encontraste con Julián en el ascensor?». Yo intentaba tranquilizarlo, pero cada nuevo regalo era una herida abierta.
Una tarde de lluvia, mientras preparaba café, Julián tocó la puerta. Llevaba una bolsa con pan de yuca recién horneado. «Pensé que te gustaría», murmuró. Sentí un escalofrío. Ya no era solo cortesía; había algo más en su mirada, una insistencia que me incomodaba.
—Gracias, Julián, pero no tienes que traerme nada— le dije, intentando sonar firme.
Él sonrió y bajó la cabeza. —Solo quiero ser buen vecino— respondió antes de irse.
Esa noche discutí con Ricardo. Él gritaba, yo lloraba. «¡No ves lo que está pasando! Ese tipo te está acosando y tú lo permites». Me sentí culpable y confundida. ¿Era cierto? ¿Acaso yo había dado pie a esa situación? En mi familia siempre me enseñaron a ser amable, a no rechazar un gesto de cortesía. Pero ahora todo se sentía equivocado.
Los días siguientes fueron un infierno. Ricardo dejó de hablarme y dormía en el sofá. Yo evitaba salir al pasillo por miedo a encontrarme con Julián. Una mañana escuché a mi vecina Rosa chismorreando en la tienda: «Dicen que la del 304 anda recibiendo regalitos del nuevo… ¡Y con marido celoso!». Sentí que todos me miraban, como si llevara una marca invisible.
Un sábado por la tarde, mientras lavaba ropa en la terraza común, Julián apareció de repente. Se acercó demasiado y me ofreció una rosa roja.
—Mariana, yo sé que tú también sientes algo— susurró.
Me aparté bruscamente.
—No vuelvas a hacer esto— le dije con voz temblorosa—. Tengo esposo y no quiero problemas.
Él se quedó parado un momento, mirándome con ojos tristes. Luego se fue sin decir palabra.
Esa noche le conté todo a Ricardo. Por primera vez en semanas, me abrazó fuerte y lloramos juntos. Decidimos hablar con la administración del edificio y pedir ayuda. No quería denunciar a Julián; no quería problemas mayores ni escándalos en el barrio. Solo quería recuperar mi paz.
La administradora nos escuchó con atención y prometió hablar con Julián discretamente. Al día siguiente, él me evitó por completo. Ya no hubo más flores ni dulces ni miradas incómodas en el ascensor.
Pero la herida quedó abierta en casa. Ricardo y yo tuvimos que aprender a confiar de nuevo, a hablar sin gritos ni reproches. A veces pienso que todo esto fue una prueba para nuestro matrimonio; otras veces siento rabia por haber perdido mi tranquilidad por culpa de alguien que confundió amabilidad con derecho.
Hoy miro por la ventana y veo a Julián regando sus plantas solo, sin mirar hacia mi puerta. Me pregunto si él entendió el daño que causó o si simplemente buscaba cariño en el lugar equivocado.
¿Dónde termina la cortesía y empieza el acoso? ¿Cuántas mujeres han pasado por algo así y han callado por miedo al qué dirán? No sé si hice lo correcto, pero sé que merezco vivir sin miedo.
¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que un gesto amable se convierte en amenaza? ¿Dónde pondrías tú el límite?