Cuando el amor desafía la sangre: La historia de Don Ernesto, Lucía y Mariana
—Lucía, tenemos que hablar —dijo Ernesto, su voz grave quebrando el silencio de la sala. Yo estaba sentada en el sofá, repasando mentalmente la lista del supermercado, cuando lo vi entrar acompañado de una muchacha. Morena, delgada, con los ojos grandes y asustados. No podía tener más de veintidós años.
—¿Quién es ella? —pregunté, sintiendo un frío recorrerme la espalda.
Él no me miró a los ojos. —Se llama Mariana. Va a quedarse con nosotros… y quiero casarme con ella.
Por un instante, el mundo se detuvo. El reloj dejó de sonar, el aire se volvió denso. Mariana bajó la mirada, avergonzada. Yo sentí cómo mi corazón se rompía en mil pedazos.
Ernesto tenía 62 años. Habíamos criado juntos a tres hijos en nuestra casa de Guadalajara. Habíamos sobrevivido a crisis económicas, enfermedades, y hasta a la muerte de mi madre. Pero nunca imaginé que tendría que enfrentar esto: mi esposo trayendo a una muchacha a casa, pidiéndome que aceptara su nuevo amor.
—¿Estás loco? —le grité—. ¿Qué te pasa? ¿Y nuestros hijos? ¿Y yo?
Él suspiró, como si le pesara más mi reacción que su propia traición. —Lucía, Mariana necesita ayuda. Su familia es pobre, viene del rancho. Yo puedo darle una vida mejor… y tú siempre has sido comprensiva.
Me quedé sin palabras. ¿Comprensiva? ¿Eso era lo que esperaba de mí? ¿Que aceptara a una niña como segunda esposa porque él se sentía generoso?
Mariana apenas murmuró un saludo. Vi en sus ojos el miedo y la resignación de quien no tiene opciones. Recordé mi propio pasado: yo también fui joven cuando conocí a Ernesto, también llegué a esta casa sin saber qué esperar. Pero yo lo amaba… ¿y ella?
Esa noche no dormí. Escuchaba sus voces en la cocina, Ernesto explicándole cómo funcionaba la estufa, Mariana preguntando si podía llamar a su madre. Me sentí invisible en mi propia casa.
Al día siguiente, mi hija mayor, Fernanda, vino a visitarnos. Cuando le conté lo que pasaba, explotó:
—¡No puedes permitirlo! ¡Papá está loco! ¡Eso es abuso!
Pero Ernesto ya había hablado con los vecinos. Decía que era tradición en algunos pueblos que los hombres mayores ayudaran a las jóvenes necesitadas. Que no era nada malo.
—¿Y tú qué piensas, mamá? —me preguntó Fernanda.
No supe qué responderle. Tenía miedo de perderlo todo: mi matrimonio, mi casa, mi dignidad. Pero también sentía rabia por la injusticia.
Los días pasaron y Mariana se fue adaptando. Ayudaba en la cocina, limpiaba la casa, hasta me preguntaba si necesitaba algo del mercado. Yo veía cómo Ernesto la miraba con ternura, cómo le compraba ropa nueva y le enseñaba a manejar su camioneta.
Una tarde, mientras lavábamos los trastes juntas, Mariana me confesó:
—Señora Lucía… yo no quiero hacerle daño. Mi mamá está enferma y don Ernesto prometió ayudarla si yo venía aquí.
Sentí compasión por ella. No era su culpa estar atrapada en esta situación. Pero también sentí rabia por Ernesto: ¿qué clase de hombre se aprovecha así?
Las peleas en casa se volvieron frecuentes. Mis hijos dejaron de visitarnos. Los vecinos murmuraban a mis espaldas. Mi hermana me decía que lo dejara, pero ¿a dónde iba a ir yo después de tantos años?
Una noche, después de una discusión especialmente dura, Ernesto me dijo:
—Si no puedes aceptarlo, puedes irte. Mariana se quedará conmigo.
Me encerré en el baño y lloré como nunca antes. Pensé en todas las veces que me sacrifiqué por él: cuando vendí mis joyas para pagar sus deudas, cuando cuidé a su madre enferma, cuando soporté sus ausencias y sus silencios.
Al día siguiente tomé una decisión. Fui a ver a Mariana mientras Ernesto dormía la siesta.
—Mariana —le dije—, tú no tienes la culpa de nada. Pero yo tampoco merezco esto. Voy a irme unos días con mi hermana. Quiero que pienses bien si esto es lo que quieres para tu vida.
Ella asintió en silencio. Vi lágrimas en sus ojos.
Empaqué una maleta pequeña y salí sin mirar atrás. En casa de mi hermana sentí alivio por primera vez en semanas. Hablé con mis hijos; me apoyaron sin dudarlo.
Pasaron los días y Mariana me llamó por teléfono:
—Señora Lucía… me voy a regresar al rancho. No puedo vivir así.
Lloramos juntas al teléfono. Yo le prometí ayudarla a buscar trabajo en la ciudad.
Ernesto se quedó solo en la casa grande que tanto trabajo nos costó construir. Intentó llamarme varias veces pero no contesté.
Hoy tengo 59 años y estoy aprendiendo a vivir sola por primera vez desde que era joven. Trabajo en una panadería y ayudo a Mariana cuando puedo. Mis hijos me visitan cada domingo y hemos vuelto a reír juntos.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han tenido que callar y soportar por miedo al qué dirán? ¿Cuántas Marianas hay en nuestros pueblos esperando una oportunidad para ser libres?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o empezarían de nuevo?