Silencio entre nosotras: la historia de una madre y su hija
—¿Por qué no me contestas, Camila? —susurré al teléfono, con la voz quebrada, mientras la pantalla volvía a mostrar el mismo mensaje: «Llamada finalizada». Era la tercera vez ese día. Hace dos años que no escucho su voz, y hace uno que ni siquiera responde mis mensajes. Mi hija, mi niña, la que juré proteger de todo mal, ahora vive en un mundo donde yo no tengo lugar.
Me llamo Marta González y soy de Medellín. Tengo 56 años y una vida marcada por el trabajo duro y el sacrificio. Camila siempre fue mi orgullo: estudiosa, rebelde a su manera, pero con un corazón noble. Cuando se casó con Andrés, pensé que todo iba a mejorar entre nosotras. Pero la distancia empezó a crecer como una grieta silenciosa.
Recuerdo la última vez que hablamos cara a cara. Fue en la sala de mi casa, una tarde lluviosa de agosto. Camila llegó con su pequeña Valentina, mi nieta, que apenas tenía unos meses. Yo estaba cansada, venía de trabajar doble turno en el hospital. Camila quería hablar de su nuevo trabajo y de cómo Andrés no ayudaba mucho en la casa. Yo, en vez de escucharla, le solté un sermón sobre la importancia de elegir bien a los hombres y no depender de nadie. Ella se levantó bruscamente.
—¡Mamá, siempre tienes algo que criticar! Nunca puedes simplemente escucharme —me gritó con lágrimas en los ojos.
—No es crítica, Camila. Es consejo de madre —le respondí, pero ya era tarde. Ella tomó a Valentina en brazos y salió sin mirar atrás.
Desde ese día, todo cambió. Al principio respondía mis mensajes con monosílabos. Luego, solo corazones o caritas felices cuando le mandaba fotos viejas de ella de niña. Después, nada. El silencio se instaló entre nosotras como un muro invisible.
La veo en redes sociales: sonriente en un café con amigas en Laureles, paseando por el Jardín Botánico con Valentina, celebrando el cumpleaños de Andrés. A veces me pregunto si piensa en mí cuando sube esas fotos. ¿Le duele este silencio tanto como a mí?
Mi hermana Lucía me dice que le dé tiempo, que los hijos siempre vuelven. Pero yo siento que cada día que pasa es un ladrillo más en ese muro. He intentado acercarme: le mandé flores para su cumpleaños, un regalo para Valentina en Navidad, incluso una carta escrita a mano donde le pedía perdón si alguna vez la hice sentir menos amada.
Nada. Ni una llamada, ni un mensaje.
A veces pienso que la culpa es mía. Fui una madre dura porque la vida me enseñó a ser fuerte. Crecí sin padre y con una madre enferma; aprendí a sobrevivir antes que a soñar. Quería que Camila fuera independiente, que no repitiera mis errores. Pero quizás confundí fortaleza con frialdad.
Una noche, mientras cenaba sola frente al televisor, vi una foto nueva en su Instagram: Valentina disfrazada de mariposa en el jardín del edificio. Me puse a llorar como una niña. ¿Cómo es posible extrañar tanto a alguien que sigue vivo?
El barrio murmura. Las vecinas preguntan por Camila y yo invento excusas: «Está ocupada con el trabajo», «La niña se enfermó», «Andrés viaja mucho». Nadie sabe la verdad: que mi hija decidió sacarme de su vida y yo no sé cómo recuperarla.
Un domingo cualquiera, Lucía vino a visitarme y me encontró llorando frente al celular.
—Marta, tienes que dejar el orgullo —me dijo mientras me abrazaba—. Llama a Andrés si es necesario. Habla con él.
Me resistí varios días hasta que el dolor fue más fuerte que mi dignidad. Marqué el número de Andrés temblando.
—¿Aló? —su voz sonaba cansada.
—Andrés… soy Marta. ¿Cómo están?
Hubo un silencio incómodo.
—Bien… Camila está ocupada —respondió seco.
—Solo quería saber si Valentina está bien…
—Sí, está bien —cortó rápido—. Marta, mejor hablemos otro día.
Colgó antes de que pudiera decir algo más. Sentí una mezcla de rabia y tristeza; ¿acaso él también me culpa?
Esa noche soñé con Camila de niña, corriendo por el parque con las rodillas raspadas y la sonrisa llena de dientes chuecos. Me desperté sudando y con el corazón apretado.
Pasaron los meses y la soledad se volvió mi única compañía fiel. Empecé a escribirle cartas que nunca envié:
«Camila: extraño tu voz, tus historias tontas sobre el colegio, tus peleas con Lucía por la ropa prestada… Si alguna vez te hice daño, perdóname. No sé ser madre de otra forma más que amándote a mi manera».
En el barrio empezaron los rumores: «Dicen que Camila se fue porque Marta es muy dura», «Que Andrés no la deja venir», «Que Valentina ni conoce a su abuela». Yo solo bajaba la cabeza y seguía caminando.
Un día recibí un mensaje inesperado: era una foto de Valentina pintando con los dedos sobre una hoja enorme. El mensaje decía: «Mira lo artista que salió tu nieta». Era de Camila.
Lloré tanto que tuve que sentarme en la acera frente a mi casa para respirar. Le respondí enseguida: «Es igualita a ti cuando eras niña».
No hubo respuesta después de eso, pero sentí una chispa de esperanza encenderse en mi pecho.
Desde entonces vivo esperando otro mensaje, otra señal de vida. A veces pienso en ir hasta su casa y tocar la puerta; otras veces me paraliza el miedo al rechazo.
La gente dice que el tiempo lo cura todo, pero yo creo que hay heridas que solo sanan cuando se habla desde el corazón.
Hoy escribo esto porque sé que muchas madres y padres viven lo mismo: hijos distantes, orgullos heridos, palabras no dichas. ¿Cuántas familias se rompen por no saber pedir perdón? ¿Cuántas veces dejamos pasar los días esperando un gesto que nunca llega?
Yo sigo aquí, esperando a Camila, soñando con escuchar su voz otra vez.
¿Vale la pena tanto orgullo? ¿Cuántos silencios más puede soportar un corazón de madre?